DE LAS COSAS DEL LEER
No fui un lector precoz. De hecho, empecé a leer bastante tarde. Mejor dicho, me enganché a la lectura bastante tarde. Por supuesto que leer si que leía cuando era niño, pero no lo hacía por placer sino por imposición; en el colegio había que leerse ciertos libros y no quedaba otra, quisieras o no. Tengo el recuerdo de haber disfrutado de aquellas lecturas infantiles, pero ninguna de ellas logró transformarme en el lector vocacional que soy hoy; eso ocurrió más tarde, recién inaugurada la adolescencia cuando llegó a mi vida el libro que lo cambiaría todo. Y lo curioso es que ni siquiera se trataba de un gran libro, pero la mayoría de las veces este tipo de Epifanía ocurren con las cosas más banales, y no con una obra canónica o una obra maestra.
Las experiencias vitales son así de caprichosas.
El libro en cuestión era Los Ojos del Dragón, escrito por Stephen King. Experimenté, por primera vez, esa maravilla de sentirme atrapado por una historia escrita en papel; de sentir que, cada vez que abría el libro, me transportaba a un lugar del que no quería moverme, a pesar de ser un lugar desagradable repleto de peligros y de gente indeseable. Durante los días que tardé en leer el libro, cualquier otra cosa que no fuese pasar a la página siguiente carecía de todo interés para mí. Tenía trece años y es posible que esté idealizando el asunto, pero, ¿acaso no es así como suele ocurrir? La autora Nora Ephron llama a esto Arrebato; cuando un libro te subyuga hasta tal punto que te ves obligado, cuando no estás leyendo, a fingir que el resto de la vida te interesa, cuando la realidad es que solo quieres terminar cuanto antes lo que sea que estés haciendo y volver a sumergirte en el libro.
Stephen King me convirtió lector vocacional y adicto, razón más que suficiente para que siempre tenga un lugar de honor en mi biblioteca y en mi corazón. Como lector que, además, también escribe, tengo otros intereses; no solo leo para divertirme, aunque es lo que suele ocurrir la mayoría de las veces, sino que también leo para aprender el oficio, aunque la historia no me interese demasiado, si está bien escrita, siempre logras aprender algo y llenar tu caja de herramientas de escritor. También leo para documentarme y saciar mi curiosidad, por eso leo mucho ensayo. Pero la mayoría de las veces que me acerco a los libros lo hago porque disfruto el ejercicio de la lectura, porque me gustan las historias y porque intento revivir de nuevo la sensación maravillosa de ser abducido por una historia y unos personajes que me hagan querer estar con ellos hasta la última página. En ocasiones uso los libros como terapia. En los momentos en los que la vida me aprieta el cuello y no me deja respirar, acudo a ellos y me zambullo de lleno; me voy a recorrer la Tierra Media, con Frodo, a acompañarle en su camino a Mordor para destruir el anillo. O bien me marcho a la Isla de Sorna para ver dinosaurios; o camino por el Londres victoriano atento a las deducciones de Sherlock Holmes; o voy a comer golosinas a la fábrica de Willy Wonka; o a dejarme emocionar por el realismo mágico de la familia del Valle de Isabel Allende; o a pasarlo mal paseando de noche por las calles de Salem´s Lot, temiendo que, en cualquier momento, la mano huesuda del señor Barlow se cierna sobre mí… De repente te encuentras lejos de tu realidad, queriendo ser un hobbit, un detective, un mafioso, un viajero del tiempo, una mujer jubilada de Nueva York que encuentra el amor en la madurez, casi cuando había dejado de creer en él… Los libros tienen ese poder; las historias poseen esa magia. Hay historias que acaban significando tanto para ti que cuando las terminas, cierras el libro, y vuelves a la realidad, te invade una especie de desasosiego, de vacío, que hace que te preguntes: “¿Y ahora, qué?”. Y entonces tienes claro que no te queda otra más que buscar otra historia.
No siempre siento ese arrebato del que hablaba Nora Ephron. De hecho es más complicado de lo que parece encontrar un libro que te lleve a ese estado. Pero leer me divierte, me realiza, me llena y, en muchos sentidos, me mejora y hasta me repara. Este amor por los libros me ha llegado incluso a meter en algún que otro problema. Recuerdo una vez, hace mucho tiempo, (aclaro esto para que tengáis en cuenta que, al ser más joven, era, por tanto, mucho más idiota de lo que pueda serlo ahora), estaba haciendo tiempo en la sección de libros de unos grandes almacenes; (¿se sigue usando grandes almacenes para referirse a El Corte Inglés? Bueno, da igual). Había llegado a una cita con bastante antelación, cosa rara en mí, y no se me ocurrió mejor idea que, para matar el tiempo que quedaba hasta que llegase la otra persona, ponerme a mirar libros. No tengo remedio con respecto a este asunto; si entras conmigo en una librería, olvídate de mi compañía y de que te preste atención hasta que salgamos de ella. El caso es que allí, entre libros, mientras echaba un vistazo a uno que había captado mi interés, mi estómago me mando una señal de urgencia: “Más te vale encontrar un baño rápido, porque hay que evacuar. ¡Y hay que hacerlo ya!”. Como en aquel lugar había servicios y, puesto que el libro me estaba interesando, (de hecho, estaba decidido a comprarlo), me pareció una buena idea llevármelo al baño para seguir hojeándolo mientras aliviaba mi malestar intestinal. Juro que esta idea, que ahora veo con claridad que era ridícula y espantosa, en aquel momento, desde mi más absoluta inocencia, me pareció de lo más acertada. Lógicamente, la idea no era buena. Cuando entré al baño comenzaron a sonar las alarmas antirrobo. Prometo que ni caí en esa posibilidad hasta aquel momento. Me asusté y, dejándome llevar por los nervios, arrojé el libro al primer mueble que vi, y me metí en el baño. Una vez dentro, escuché como la alarma dejo de sonar, me quedé más tranquilo y me dispuse a dejar trabajar a la biología. No pasarían ni dos minutos cuando, desde el cubículo que estaba ocupando, oí como se abría la puerta del servicio. No le di importancia; pensé que se trataría de algún otro cliente que entraba para hacer uso del baño. Pero entonces, la persona que acababa de entrar habló.
—¿Oiga?—dijo.
Yo no respondí, pensando que, quizá, no iba conmigo y estaba hablando con otra persona. Pero nadie respondió, de modo que aquel hombre volvió a insistir.
—¿Oiga?
Llegado a este punto no tuve más remedio que responder.
—¿Sí?—dije tímidamente.
—Disculpe, soy guarda de seguridad. ¿Usted ha cogido un libro?
Momentos de ¡Tierra, trágame!. En ese instante me di cuenta de que aquella había sido, definitivamente, una mala idea.
—Eeehhh… Noooo—mentí, en parte, porque, en realidad, el libro lo había soltado antes de entrar, cuando comenzó a sonar la alarma, y nunca tuve intención de robarlo.
—Es que ha sonado la alarma, y alguien ha dicho que ha entrado aquí una persona con un libro—dijo el guarda de seguridad—. Y ahora tengo que registrarle.
Tened en cuenta que, toda esta conversación lamentable, estaba teniendo lugar mientras yo aligeraba la carga de mi intestino. El guarda y yo solo estábamos separados por la puerta del cúbiculo que yo ocupaba.
—Vale—dije—. Pero, ¿tiene que ser ahora?
—No, no—respondió el guarda—. Le espero aquí fuera a que salga.
Terminé lo que había ido a hacer allí y, muerto de la vergüenza, salí a encontrarme con el guarda de seguridad que, tal y como había dicho, estaba allí, esperándome. Finalmente todo terminó bien, porque yo no llevaba el libro encima. El guarda de seguridad, con cierto tono hosco, me dejó marchar, y yo salí de allí tan avergonzado, que decidí que ya regresaría a comprar el libro en otro momento y, a ser posible, en una librería distinta de una ciudad diferente, donde absolutamente nadie pudiera reconocerme.
Pues esto era lo que quería contaros hoy. Nada como una anécdota que me deje mal para cerrar un artículo, ¿verdad?
Y ahora, que ya he terminado, me voy un rato a leer un libro.
Os deseo feliz semana y felices lecturas.
No está mal para un Jueves.
Las experiencias vitales son así de caprichosas.
El libro en cuestión era Los Ojos del Dragón, escrito por Stephen King. Experimenté, por primera vez, esa maravilla de sentirme atrapado por una historia escrita en papel; de sentir que, cada vez que abría el libro, me transportaba a un lugar del que no quería moverme, a pesar de ser un lugar desagradable repleto de peligros y de gente indeseable. Durante los días que tardé en leer el libro, cualquier otra cosa que no fuese pasar a la página siguiente carecía de todo interés para mí. Tenía trece años y es posible que esté idealizando el asunto, pero, ¿acaso no es así como suele ocurrir? La autora Nora Ephron llama a esto Arrebato; cuando un libro te subyuga hasta tal punto que te ves obligado, cuando no estás leyendo, a fingir que el resto de la vida te interesa, cuando la realidad es que solo quieres terminar cuanto antes lo que sea que estés haciendo y volver a sumergirte en el libro.
Stephen King me convirtió lector vocacional y adicto, razón más que suficiente para que siempre tenga un lugar de honor en mi biblioteca y en mi corazón. Como lector que, además, también escribe, tengo otros intereses; no solo leo para divertirme, aunque es lo que suele ocurrir la mayoría de las veces, sino que también leo para aprender el oficio, aunque la historia no me interese demasiado, si está bien escrita, siempre logras aprender algo y llenar tu caja de herramientas de escritor. También leo para documentarme y saciar mi curiosidad, por eso leo mucho ensayo. Pero la mayoría de las veces que me acerco a los libros lo hago porque disfruto el ejercicio de la lectura, porque me gustan las historias y porque intento revivir de nuevo la sensación maravillosa de ser abducido por una historia y unos personajes que me hagan querer estar con ellos hasta la última página. En ocasiones uso los libros como terapia. En los momentos en los que la vida me aprieta el cuello y no me deja respirar, acudo a ellos y me zambullo de lleno; me voy a recorrer la Tierra Media, con Frodo, a acompañarle en su camino a Mordor para destruir el anillo. O bien me marcho a la Isla de Sorna para ver dinosaurios; o camino por el Londres victoriano atento a las deducciones de Sherlock Holmes; o voy a comer golosinas a la fábrica de Willy Wonka; o a dejarme emocionar por el realismo mágico de la familia del Valle de Isabel Allende; o a pasarlo mal paseando de noche por las calles de Salem´s Lot, temiendo que, en cualquier momento, la mano huesuda del señor Barlow se cierna sobre mí… De repente te encuentras lejos de tu realidad, queriendo ser un hobbit, un detective, un mafioso, un viajero del tiempo, una mujer jubilada de Nueva York que encuentra el amor en la madurez, casi cuando había dejado de creer en él… Los libros tienen ese poder; las historias poseen esa magia. Hay historias que acaban significando tanto para ti que cuando las terminas, cierras el libro, y vuelves a la realidad, te invade una especie de desasosiego, de vacío, que hace que te preguntes: “¿Y ahora, qué?”. Y entonces tienes claro que no te queda otra más que buscar otra historia.
No siempre siento ese arrebato del que hablaba Nora Ephron. De hecho es más complicado de lo que parece encontrar un libro que te lleve a ese estado. Pero leer me divierte, me realiza, me llena y, en muchos sentidos, me mejora y hasta me repara. Este amor por los libros me ha llegado incluso a meter en algún que otro problema. Recuerdo una vez, hace mucho tiempo, (aclaro esto para que tengáis en cuenta que, al ser más joven, era, por tanto, mucho más idiota de lo que pueda serlo ahora), estaba haciendo tiempo en la sección de libros de unos grandes almacenes; (¿se sigue usando grandes almacenes para referirse a El Corte Inglés? Bueno, da igual). Había llegado a una cita con bastante antelación, cosa rara en mí, y no se me ocurrió mejor idea que, para matar el tiempo que quedaba hasta que llegase la otra persona, ponerme a mirar libros. No tengo remedio con respecto a este asunto; si entras conmigo en una librería, olvídate de mi compañía y de que te preste atención hasta que salgamos de ella. El caso es que allí, entre libros, mientras echaba un vistazo a uno que había captado mi interés, mi estómago me mando una señal de urgencia: “Más te vale encontrar un baño rápido, porque hay que evacuar. ¡Y hay que hacerlo ya!”. Como en aquel lugar había servicios y, puesto que el libro me estaba interesando, (de hecho, estaba decidido a comprarlo), me pareció una buena idea llevármelo al baño para seguir hojeándolo mientras aliviaba mi malestar intestinal. Juro que esta idea, que ahora veo con claridad que era ridícula y espantosa, en aquel momento, desde mi más absoluta inocencia, me pareció de lo más acertada. Lógicamente, la idea no era buena. Cuando entré al baño comenzaron a sonar las alarmas antirrobo. Prometo que ni caí en esa posibilidad hasta aquel momento. Me asusté y, dejándome llevar por los nervios, arrojé el libro al primer mueble que vi, y me metí en el baño. Una vez dentro, escuché como la alarma dejo de sonar, me quedé más tranquilo y me dispuse a dejar trabajar a la biología. No pasarían ni dos minutos cuando, desde el cubículo que estaba ocupando, oí como se abría la puerta del servicio. No le di importancia; pensé que se trataría de algún otro cliente que entraba para hacer uso del baño. Pero entonces, la persona que acababa de entrar habló.
—¿Oiga?—dijo.
Yo no respondí, pensando que, quizá, no iba conmigo y estaba hablando con otra persona. Pero nadie respondió, de modo que aquel hombre volvió a insistir.
—¿Oiga?
Llegado a este punto no tuve más remedio que responder.
—¿Sí?—dije tímidamente.
—Disculpe, soy guarda de seguridad. ¿Usted ha cogido un libro?
Momentos de ¡Tierra, trágame!. En ese instante me di cuenta de que aquella había sido, definitivamente, una mala idea.
—Eeehhh… Noooo—mentí, en parte, porque, en realidad, el libro lo había soltado antes de entrar, cuando comenzó a sonar la alarma, y nunca tuve intención de robarlo.
—Es que ha sonado la alarma, y alguien ha dicho que ha entrado aquí una persona con un libro—dijo el guarda de seguridad—. Y ahora tengo que registrarle.
Tened en cuenta que, toda esta conversación lamentable, estaba teniendo lugar mientras yo aligeraba la carga de mi intestino. El guarda y yo solo estábamos separados por la puerta del cúbiculo que yo ocupaba.
—Vale—dije—. Pero, ¿tiene que ser ahora?
—No, no—respondió el guarda—. Le espero aquí fuera a que salga.
Terminé lo que había ido a hacer allí y, muerto de la vergüenza, salí a encontrarme con el guarda de seguridad que, tal y como había dicho, estaba allí, esperándome. Finalmente todo terminó bien, porque yo no llevaba el libro encima. El guarda de seguridad, con cierto tono hosco, me dejó marchar, y yo salí de allí tan avergonzado, que decidí que ya regresaría a comprar el libro en otro momento y, a ser posible, en una librería distinta de una ciudad diferente, donde absolutamente nadie pudiera reconocerme.
Pues esto era lo que quería contaros hoy. Nada como una anécdota que me deje mal para cerrar un artículo, ¿verdad?
Y ahora, que ya he terminado, me voy un rato a leer un libro.
Os deseo feliz semana y felices lecturas.
No está mal para un Jueves.
Comentarios
Publicar un comentario