EL BUFFET LIBRE O LA RAZÓN POR LA QUE SOMOS UNA ESPECIE FALLIDA
¿Cuál es mi problema con los buffets libres?
En realidad no es más que el mismo problema que tiene casi todo el mundo que va a comer a un restaurante de este tipo. Una vez escuché a alguien decir que los psicólogos y psiquiatras, si se pusieran a estudiarlo en serio, podrían diagnosticar los trastornos de la gente solo con ver como se comportan en un buffet libre. Puede que esta afirmación sea un poco exagerada pero encierra algo de verdad. Un buffet libre saca lo peor de nosotros y pone de manifiesto que somos una maravillosa especie fallida; algo que, por otra parte, siempre he sospechado.
A lo largo de mi vida he ido a muchos buffets. No por iniciativa propia, sino por motivos laborales. Durante un buen puñado de años me he dedicado al entretenimiento como mago profesional, y he trabajado actuando en hoteles de la costa durante las temporadas veraniegas. Este tipo de hoteles y resorts se llenan de familias deseosas de pasar unos días de vacaciones junto al mar, descansando en tumbonas junto a piscinas de ensueño, (cuando tienes la suerte de conseguir una tumbona), mientras los niños chapotean, juegan, ríen y se divierten con los chicos y chicas del equipo de animación del hotel, que se dejan la piel para que nuestra estancia en estos sitios sea una experiencia mágica, divertida e inolvidable. Mientras esto ocurre, los papás y mamás pueden relajarse en románticas zonas de spa y, por la noche, se puede disfrutar de espectáculos para toda la familia, (aquí es donde entraba yo). En definitiva, estos lugares están pensados para festejar lo afortunado que eres porque, durante unos pocos días al año, (aunque te hayas quedado casi en la indigencia para poder pagarlo), puedes disfrutar de un lugar fantástico, donde el estrés y el agobio que te producen las insidiosas realidades que te persiguen durante el resto del año, parecen desvanecerse de tu memoria durante el tiempo que pasas en estos paraísos artificiales. Lugares de ensueño donde la brisa marina de las noches de verano te acaricia la piel que el sol se ha encargado de tostarte durante el día, mientras disfrutas de una bebida que, aparentemente, no has tenido que pagar porque llevas puesta una pulsera que indica que lo tienes todo incluido. ¡Cómo nos gusta llevar estas pulseras! ¡Qué bien nos hacen sentir! Llevar una pulsera de todo incluido en la muñeca hace que nos sintamos poderosos, como si fuéramos… como si fuéramos especiales; importantes. Es como magia; como el genio de la lámpara: la pulsera tiene el poder de concederte todo lo que quieres. Lástima que el hechizo se rompa en el momento en que sales por la puerta del hotel y la pulsera solo sirve para dejarte una marca de piel blanca en la muñeca, donde no te ha podido dar el sol.
Y entre toda esta marea de placer hotelero y gozo veraniego están los buffets de estos hoteles; en realidad, no muy diferentes de cualquier otro buffet al que puedes ir a comer en la ciudad donde vives.
Pero empecemos por el concepto.
¿Qué es un buffet libre?
La definición que se puede leer en Google dice que un restaurante buffet libre, también llamado Tenedor libre o Restaurante de Autoservicio, es un restaurante donde tienen expuestos una diversidad de platos para elegir y que, por el precio que has pagado, puedes comer todo lo que desees.
¡Todo lo que desees! De nuevo nos encontramos con el concepto todo incluido que tanto nos gusta.
Entras en el buffet y, ante ti, expuestos con esmero, como si estuvieras en un museo, te encuentras con un espectáculo de color, olor y sabor en formas de bandejas llenas de comida de todo tipo. ¡Y tú puedes comer todo lo que quieras!
En principio, ¿qué problema puede haber con esto?
Citando al cómico Jerry Seinfeld: “El buffet libre es como dejar que tu perro haga la compra”.
Desde luego, Seinfeld da en el clavo.
En el momento en el que entramos en uno de estos buffets nuestro Señor Cerebro, amordaza a las Señora Razón y a la Señora Lógica y las encierra con llave en un armario. La señora Culpa está sentada en un rincón.
“Y yo, ¿qué hago?”, pregunta, asustada, la Señora Culpa.
“¿Tú?”, le responde el Señor Cerebro. “Tú te quedas ahí sentada y calladita hasta que salgamos del buffet. Entonces, si quieres, me das la turra y me hundes en la miseria pero, hasta entonces, no quiero ni escucharte respirar”.
Después, el Señor Cerebro amenaza al Señor Estómago:
“No quiero quejas de ningún tipo, ¿te queda claro, Estómago?”.
“Pero, Señor Cerebro”, dice el Estómago, “recuerde que tengo una capacidad limitada de almacenaje. Hay un límite que…”
“¡A la mierda tu límite y tu capacidad!”, le grita Cerebro. “Tú solo dedícate a digerir todo lo que te entre por el esófago y calla”.
El Estómago suspira, resignado. Parece ser que ya no hay vuelta atrás. El resto de órganos implicados en el sistema digestivo rezan juntos un Padrenuestro. Eso sí, muy acertadamente, deciden saltarse la parte de “Danos hoy nuestro pan de cada día”. No conviene seguir animando al Cerebro que, a estas alturas, ya está bastante venido arriba. Mientras tanto, la Señora Ansiedad, al borde del colapso debido a la excitación, baila, salta y gira sobre sí misma por todas partes como una loca.
Nuestro Cerebro, desentendiéndose de toda responsabilidad, da la orden para que empieza la fiesta. Da igual la cantidad de comida que seamos capaces de comer, en un buffet multiplicaremos esa cantidad por tres. La Ansiedad toma el control y, durante unos instantes, nos invade la angustia ante la cantidad de opciones que tenemos ante nosotros para elegir. Todas se nos antojan. Entonces, el Señor Cerebro, sin el asesoramiento de Razón y Lógica, que están amordazadas y encerradas bajo llave, toma la decisión más loca: “¡Lo comemos todo!”. Más tarde Culpa y Estómago se lo echaran en cara, pero ahora toca desfasar sin pensar en las consecuencias.
Y llega el momento en el que nos volvemos locos. Uno no va a un restaurante y le pide al camarero que le traiga todo lo que hay en la carta y, además, al ser posible, todo junto en el mismo plato. No nos parece la mejor manera de proceder, ¿verdad? Pues, al parecer, en un buffet, sí lo es. Como artistas conceptuales enloquecidos, empezamos a configurar platos imposibles, dignos de figurar en el menú del Infierno de Dante: un plato de entrantes con embutidos de todo tipo y, por supuesto, un variado de croquetas, palitos de merluza rebozados y nuggets de pollo, y todo junto, como no, en un mismo plato; después nos prepararemos un plato principal consistente en un lecho de patatas fritas con ensalada César por encima, que cubriremos con macarrones con queso que, a su vez, cubriremos con una carne en salsa coronada con tres profiteroles. Para que la Señora Culpa no se enfade demasiado con nosotros más tarde, decidimos tomar algo que sea saludable y, en otro platito, nos serviremos un variado de verduras y aliños; y, por supuesto, está el postre o, mejor dicho, los postres, en plural, ya que no nos limitaremos a comer uno solo; pillaremos natillas, una mousse de limón, que aquí la hacen buenísima, un trozo de tarta de chocolate y, si es verano, no vamos a quedarnos sin probar el helado y, ¡ah!, una pieza de fruta, que también es bueno para la salud.
Los platos que nos confeccionamos en los buffets no son solo una muestra del esperpento humano; son, además, una representación de todos los problemas emocionales que cada uno de nosotros viene arrastrando. Como dije al principio, los psicólogos podrían hacer diagnósticos muy certeros de nuestros problemas mentales solo viendo estos platos.
En algún momento de esa vorágine vemos pasar cerca de nosotros a alguien que lleva un plato con sushi, cerdo agridulce y dos burritos. Al verlo salimos corriendo tras esa persona hasta abordarla y preguntarle donde ha conseguido todo aquello.
“Allí, al fondo”, nos dice, señalando a la otra punta del buffet. “Lo han puesto hace poco, pero más te vale correr porque ya casi no queda”.
Miramos en la dirección que nos señala esta persona y vemos a un grupo numeroso de gente que, como una horda de zombis, se abalanzan sobre la mesa del sushi y los burritos. La Ansiedad vuelve a tomar las riendas y nos hace salir corriendo hacia allí, como si nuestra vida dependiera de ello, abriéndonos paso a través de la gente a codazos y a patadas si hace falta; todo con tal de conseguir un poco de sushi y unos burritos. En nuestra carrera, vemos con el rabillo del ojo algo que lo trastoca todo: un camarero aparece empujando una mesa con ruedas y la coloca junto al estante de los embutidos; la mesa viene cargada de bandejas repletas de queso. Pese a la locura del momento, eres capaz de identificar hasta ocho clases diferentes de queso en esa mesa. Pero no eres el único que se ha dado cuenta. Una nueva horda de veraneantes hambrientos, junto con un grupo de jubilados del imserso, (mucho cuidado con los jubilados del imserso en los buffets de los hoteles, van a por todas, a degüello y sin contemplaciones), se lanzan sobre las bandejas de queso. Nosotros estamos justo a mitad de camino entre el sushi y el queso. Es evidente que no podremos llegar a los dos sitios sin que, al menos en uno de ellos, la comida se acabe y nos quedemos sin probarla. Nuestro Cerebro entra en estado de shock; la Ansiedad se desmaya; Razón y Lógica se dan cabezazos contra las paredes del armario donde están encerradas; Culpa llora desconsolada encogida en su silla; y Estómago pondera la posibilidad de ahorcarse usando el esófago.
En una mesa, un matrimonio de turistas suizos que, no por ser suizos, ya que el efecto buffet afecta a todas las nacionalidades, razas y credos, sino por ser personas que han logrado mantener intacta su capacidad de razonar y actuar con lógica a pesar de estar en un buffet, han elegido para cenar merluza a la plancha con zanahorias… y ya está. Lo que viene siendo una cena ligera, saludable y, esto es lo más raro, normal.
Algunos comensales los miran indignados y les increpan.
“Si eso es lo que vienen a comer a un buffet libre, ¿por qué no se van a otra parte?”.
El matrimonio suizo, sin entender nada, mira a toda aquella gente abalanzándose sobre la comida y yendo y viniendo por el restaurantes con platos cargados de comida sin ningún tipo de sentido. Son incapaces de disfrutar de la cena. Tan solo piensan en que, tal vez, lo más prudente fuera marcharse ahora antes de que la cosa se descontrole del todo y sea imposible salir vivo de allí.
En otra mesa, un señor se deleita con su comida favorita: pollo asado con patatas fritas, mientras observa el espectáculo y ríe, ríe mucho. El señor es el propietario de una empresa farmacéutica que se dedica a fabricar medicamentos para las indigestiones y los problemas de estómago, y este señor tiene una extraña perversión: le encanta ir a cenar a los lugares de donde sale el dinero que paga su casa, sus coches, sus vacaciones y los estudios de sus hijos.
Y mientras continúa riendo y saboreando su pollo piensa: “No está mal para un Jueves”.
En realidad no es más que el mismo problema que tiene casi todo el mundo que va a comer a un restaurante de este tipo. Una vez escuché a alguien decir que los psicólogos y psiquiatras, si se pusieran a estudiarlo en serio, podrían diagnosticar los trastornos de la gente solo con ver como se comportan en un buffet libre. Puede que esta afirmación sea un poco exagerada pero encierra algo de verdad. Un buffet libre saca lo peor de nosotros y pone de manifiesto que somos una maravillosa especie fallida; algo que, por otra parte, siempre he sospechado.
A lo largo de mi vida he ido a muchos buffets. No por iniciativa propia, sino por motivos laborales. Durante un buen puñado de años me he dedicado al entretenimiento como mago profesional, y he trabajado actuando en hoteles de la costa durante las temporadas veraniegas. Este tipo de hoteles y resorts se llenan de familias deseosas de pasar unos días de vacaciones junto al mar, descansando en tumbonas junto a piscinas de ensueño, (cuando tienes la suerte de conseguir una tumbona), mientras los niños chapotean, juegan, ríen y se divierten con los chicos y chicas del equipo de animación del hotel, que se dejan la piel para que nuestra estancia en estos sitios sea una experiencia mágica, divertida e inolvidable. Mientras esto ocurre, los papás y mamás pueden relajarse en románticas zonas de spa y, por la noche, se puede disfrutar de espectáculos para toda la familia, (aquí es donde entraba yo). En definitiva, estos lugares están pensados para festejar lo afortunado que eres porque, durante unos pocos días al año, (aunque te hayas quedado casi en la indigencia para poder pagarlo), puedes disfrutar de un lugar fantástico, donde el estrés y el agobio que te producen las insidiosas realidades que te persiguen durante el resto del año, parecen desvanecerse de tu memoria durante el tiempo que pasas en estos paraísos artificiales. Lugares de ensueño donde la brisa marina de las noches de verano te acaricia la piel que el sol se ha encargado de tostarte durante el día, mientras disfrutas de una bebida que, aparentemente, no has tenido que pagar porque llevas puesta una pulsera que indica que lo tienes todo incluido. ¡Cómo nos gusta llevar estas pulseras! ¡Qué bien nos hacen sentir! Llevar una pulsera de todo incluido en la muñeca hace que nos sintamos poderosos, como si fuéramos… como si fuéramos especiales; importantes. Es como magia; como el genio de la lámpara: la pulsera tiene el poder de concederte todo lo que quieres. Lástima que el hechizo se rompa en el momento en que sales por la puerta del hotel y la pulsera solo sirve para dejarte una marca de piel blanca en la muñeca, donde no te ha podido dar el sol.
Y entre toda esta marea de placer hotelero y gozo veraniego están los buffets de estos hoteles; en realidad, no muy diferentes de cualquier otro buffet al que puedes ir a comer en la ciudad donde vives.
Pero empecemos por el concepto.
¿Qué es un buffet libre?
La definición que se puede leer en Google dice que un restaurante buffet libre, también llamado Tenedor libre o Restaurante de Autoservicio, es un restaurante donde tienen expuestos una diversidad de platos para elegir y que, por el precio que has pagado, puedes comer todo lo que desees.
¡Todo lo que desees! De nuevo nos encontramos con el concepto todo incluido que tanto nos gusta.
Entras en el buffet y, ante ti, expuestos con esmero, como si estuvieras en un museo, te encuentras con un espectáculo de color, olor y sabor en formas de bandejas llenas de comida de todo tipo. ¡Y tú puedes comer todo lo que quieras!
En principio, ¿qué problema puede haber con esto?
Citando al cómico Jerry Seinfeld: “El buffet libre es como dejar que tu perro haga la compra”.
Desde luego, Seinfeld da en el clavo.
En el momento en el que entramos en uno de estos buffets nuestro Señor Cerebro, amordaza a las Señora Razón y a la Señora Lógica y las encierra con llave en un armario. La señora Culpa está sentada en un rincón.
“Y yo, ¿qué hago?”, pregunta, asustada, la Señora Culpa.
“¿Tú?”, le responde el Señor Cerebro. “Tú te quedas ahí sentada y calladita hasta que salgamos del buffet. Entonces, si quieres, me das la turra y me hundes en la miseria pero, hasta entonces, no quiero ni escucharte respirar”.
Después, el Señor Cerebro amenaza al Señor Estómago:
“No quiero quejas de ningún tipo, ¿te queda claro, Estómago?”.
“Pero, Señor Cerebro”, dice el Estómago, “recuerde que tengo una capacidad limitada de almacenaje. Hay un límite que…”
“¡A la mierda tu límite y tu capacidad!”, le grita Cerebro. “Tú solo dedícate a digerir todo lo que te entre por el esófago y calla”.
El Estómago suspira, resignado. Parece ser que ya no hay vuelta atrás. El resto de órganos implicados en el sistema digestivo rezan juntos un Padrenuestro. Eso sí, muy acertadamente, deciden saltarse la parte de “Danos hoy nuestro pan de cada día”. No conviene seguir animando al Cerebro que, a estas alturas, ya está bastante venido arriba. Mientras tanto, la Señora Ansiedad, al borde del colapso debido a la excitación, baila, salta y gira sobre sí misma por todas partes como una loca.
Nuestro Cerebro, desentendiéndose de toda responsabilidad, da la orden para que empieza la fiesta. Da igual la cantidad de comida que seamos capaces de comer, en un buffet multiplicaremos esa cantidad por tres. La Ansiedad toma el control y, durante unos instantes, nos invade la angustia ante la cantidad de opciones que tenemos ante nosotros para elegir. Todas se nos antojan. Entonces, el Señor Cerebro, sin el asesoramiento de Razón y Lógica, que están amordazadas y encerradas bajo llave, toma la decisión más loca: “¡Lo comemos todo!”. Más tarde Culpa y Estómago se lo echaran en cara, pero ahora toca desfasar sin pensar en las consecuencias.
Y llega el momento en el que nos volvemos locos. Uno no va a un restaurante y le pide al camarero que le traiga todo lo que hay en la carta y, además, al ser posible, todo junto en el mismo plato. No nos parece la mejor manera de proceder, ¿verdad? Pues, al parecer, en un buffet, sí lo es. Como artistas conceptuales enloquecidos, empezamos a configurar platos imposibles, dignos de figurar en el menú del Infierno de Dante: un plato de entrantes con embutidos de todo tipo y, por supuesto, un variado de croquetas, palitos de merluza rebozados y nuggets de pollo, y todo junto, como no, en un mismo plato; después nos prepararemos un plato principal consistente en un lecho de patatas fritas con ensalada César por encima, que cubriremos con macarrones con queso que, a su vez, cubriremos con una carne en salsa coronada con tres profiteroles. Para que la Señora Culpa no se enfade demasiado con nosotros más tarde, decidimos tomar algo que sea saludable y, en otro platito, nos serviremos un variado de verduras y aliños; y, por supuesto, está el postre o, mejor dicho, los postres, en plural, ya que no nos limitaremos a comer uno solo; pillaremos natillas, una mousse de limón, que aquí la hacen buenísima, un trozo de tarta de chocolate y, si es verano, no vamos a quedarnos sin probar el helado y, ¡ah!, una pieza de fruta, que también es bueno para la salud.
Los platos que nos confeccionamos en los buffets no son solo una muestra del esperpento humano; son, además, una representación de todos los problemas emocionales que cada uno de nosotros viene arrastrando. Como dije al principio, los psicólogos podrían hacer diagnósticos muy certeros de nuestros problemas mentales solo viendo estos platos.
En algún momento de esa vorágine vemos pasar cerca de nosotros a alguien que lleva un plato con sushi, cerdo agridulce y dos burritos. Al verlo salimos corriendo tras esa persona hasta abordarla y preguntarle donde ha conseguido todo aquello.
“Allí, al fondo”, nos dice, señalando a la otra punta del buffet. “Lo han puesto hace poco, pero más te vale correr porque ya casi no queda”.
Miramos en la dirección que nos señala esta persona y vemos a un grupo numeroso de gente que, como una horda de zombis, se abalanzan sobre la mesa del sushi y los burritos. La Ansiedad vuelve a tomar las riendas y nos hace salir corriendo hacia allí, como si nuestra vida dependiera de ello, abriéndonos paso a través de la gente a codazos y a patadas si hace falta; todo con tal de conseguir un poco de sushi y unos burritos. En nuestra carrera, vemos con el rabillo del ojo algo que lo trastoca todo: un camarero aparece empujando una mesa con ruedas y la coloca junto al estante de los embutidos; la mesa viene cargada de bandejas repletas de queso. Pese a la locura del momento, eres capaz de identificar hasta ocho clases diferentes de queso en esa mesa. Pero no eres el único que se ha dado cuenta. Una nueva horda de veraneantes hambrientos, junto con un grupo de jubilados del imserso, (mucho cuidado con los jubilados del imserso en los buffets de los hoteles, van a por todas, a degüello y sin contemplaciones), se lanzan sobre las bandejas de queso. Nosotros estamos justo a mitad de camino entre el sushi y el queso. Es evidente que no podremos llegar a los dos sitios sin que, al menos en uno de ellos, la comida se acabe y nos quedemos sin probarla. Nuestro Cerebro entra en estado de shock; la Ansiedad se desmaya; Razón y Lógica se dan cabezazos contra las paredes del armario donde están encerradas; Culpa llora desconsolada encogida en su silla; y Estómago pondera la posibilidad de ahorcarse usando el esófago.
En una mesa, un matrimonio de turistas suizos que, no por ser suizos, ya que el efecto buffet afecta a todas las nacionalidades, razas y credos, sino por ser personas que han logrado mantener intacta su capacidad de razonar y actuar con lógica a pesar de estar en un buffet, han elegido para cenar merluza a la plancha con zanahorias… y ya está. Lo que viene siendo una cena ligera, saludable y, esto es lo más raro, normal.
Algunos comensales los miran indignados y les increpan.
“Si eso es lo que vienen a comer a un buffet libre, ¿por qué no se van a otra parte?”.
El matrimonio suizo, sin entender nada, mira a toda aquella gente abalanzándose sobre la comida y yendo y viniendo por el restaurantes con platos cargados de comida sin ningún tipo de sentido. Son incapaces de disfrutar de la cena. Tan solo piensan en que, tal vez, lo más prudente fuera marcharse ahora antes de que la cosa se descontrole del todo y sea imposible salir vivo de allí.
En otra mesa, un señor se deleita con su comida favorita: pollo asado con patatas fritas, mientras observa el espectáculo y ríe, ríe mucho. El señor es el propietario de una empresa farmacéutica que se dedica a fabricar medicamentos para las indigestiones y los problemas de estómago, y este señor tiene una extraña perversión: le encanta ir a cenar a los lugares de donde sale el dinero que paga su casa, sus coches, sus vacaciones y los estudios de sus hijos.
Y mientras continúa riendo y saboreando su pollo piensa: “No está mal para un Jueves”.
Lo describes tal cual es 😂😂
ResponderEliminar🤣🤣🤣🤣buenísimo como lo has descrito jajaja así es tal cual la pulsera de todo incluido conlleva a hartarse de comer jaja deseando que abran pa que no te quiten ni los platos jaja y haciendo hueco después del desayuno va almuerzo merienda y cena ..ya teniendo ardores empuja pa poder comer más jajaj que arte
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