EL DOCTOR ESTIVILL Y EL LIBRO QUE SALIÓ POR LA VENTANA

     Cuando estás a punto de ser padre por primera vez, una serie de preocupaciones y temores te invaden la cabeza nublando tu mente, haciendo que tus niveles de estrés se disparen y la ansiedad te chorree por las orejas. Una de las cosas que nos preocupaban a mi mujer y mí era el asunto del no poder dormir por las noches, sobre todo porque mucha gente se había encargado de meternos el miedo en el cuerpo haciéndonos saber lo terrible que resultaba esa etapa. (Spoiler para quienes lean esto y aún no hayan tenido hijos y quieran tenerlos: todo lo que os cuenten al respecto a lo de no poder dormir se queda corto; es mucho peor de lo que cuentan).  
“Aprovechad ahora y dormir todo lo que podáis porque, en cuento nazca el bebé, eso se acabó”, nos decían.
“¿Dormir? Yo ya ni me acuerdo de lo que es eso”.
“Nosotros casi nos separamos por culpa de la falta de sueño”.
Todo lo que nos decían eran cosas por el estilo. Una vez incluso quedé con un amigo que acababa de ser padre hacía menos de dos meses. Tenía un aspecto horrible; pálido y demacrado, y con unas ojeras que le llegaban a las rodillas. Pues bien, mientras me estaba contando que llevaba semanas sin dormir porque el bebé se pasaba las noches llorando, se quedó dormido, así, hablando conmigo, mientras tomábamos un café que, obviamente, no le hizo ningún efecto. Me dio tanta ternura y, al mismo tiempo, tanta pena verlo de esa manera, con la barbilla apoyada sobe el pecho y un hilillo de baba cayendo sobre sus pantalones, que me levante sin hacer ruido, pagué la cuenta y pedí al camarero que le despertara si llegaba el momento de cerrar el bar y él aún seguía dormido.   
Era obvio (y así lo teníamos asumido mi mujer y yo) que, en cuanto nuestra hija llegara a nuestras vidas, el tema del sueño iba a ser complicado; de modo que empezamos a mentalizarnos y a prepararnos para lo peor. La cuestión es que, cuando nuestra hija nació, ocurrió lo inesperado: la niña dormía como una bendita por las noches. No solo no se despertaba llorando, que habría sido lo previsible, sino que teníamos que despertarla nosotros cuando llegaba la hora de la siguiente toma de comida porque, de no hacerlo, ella seguía durmiendo tan plácidamente. Aquella situación era tan anormal que, preocupados porque pudiera pasarle algo, fuimos a consultar a la pediatra. Nos tranquilizó diciéndonos que a la niña no le pasaba nada, que estaba sana como una pera y que, aunque era algo inusual,  habíamos tenido la suerte de tener una niña que era buena durmiendo por las noches, que nos alegráramos por ello y por el hecho de tener algo de lo que poder alardear ante el resto de padres a los que, casi con toda seguridad, les estaría ocurriendo lo contrario. Las noches en casa no podían ser mejores, sobre todo teniendo en cuenta que esperábamos lo peor; y nosotros no podíamos estar más felices. La niña dormía bien y, además, dormía en su cuna, sin queja alguna de ningún tipo. ¡Miel sobre hojuelas! Durante la noche nos despertábamos con frecuencia, es cierto, pero solo para comprobar, como buenos padres primerizos y temerosos que éramos, que la pequeña estaba bien, que respiraba con normalidad, que todo estaba en orden y que no la había raptado ningún duende irlandés dejando en su lugar una moneda de oro. 
Esta situación se prolongó durante los primeros dos meses de vida de mi hija; y durante ese tiempo nuestras expectativas se pusieron por las nubes. “¡Qué afortunados somos!”, pensábamos mientras contemplábamos a nuestro pequeño regalo del cielo dormir como un angelito. Poco podíamos sospechar que aquella criaturita de aspecto inocente y angelical , en realidad, estaba jugando con nosotros. 
Una noche, sin que nadie lo viera venir, nuestra preciosa niña decidió que ya nos había estado engañado durante bastante tiempo, y que había llegado el momento de darnos una bofetada de realidad. Y en mitad de la noche nuestro angelito empezó a llorar. Mi mujer y yo, al oírla, debido a la falta de costumbre, nos levantamos de la cama de un salto, como si nos hubieran pinchado con una aguja caliente a través del colchón. La cogimos en brazos y tratamos de calmarla, pero no hubo manera. No podía tener hambre porque había comido hacía muy poco. ¿Gases? Podía ser. La pusimos en mil posiciones diferentes, pero no logramos hacer que los expulsara y se aliviara. Empezamos a preocuparnos al no saber la razón por la que, de repente, había empezado a llorar de aquella manera tan desconsolada. Hasta que, de casualidad, dimos con la clave para calmarla: la metimos en la cama con nosotros y, como por arte de magia, dejo de llorar y se durmió. 
Esta situación empezó a prolongarse en el tiempo: un día, luego otro, luego una semana, otra, y otra más; después un mes, y otro… Hacíamos de todo para intentar dormirla: canciones, mecerla en nuestros brazos probando diferentes intensidades y tipos de movimientos, música suave, música heavy, peluches, amenazarla con castigarla sin salir hasta que cumpliera los veinte y siete… Probamos de todo. Mi hermana incluso nos regaló uno de esos palos de agua que emiten un sonido parecido al de la lluvia cuando lo giras, diciendo que ese sonido relajaba mucho a mi sobrino, que por aquel entonces tenía once meses más que nuestra hija. Como empezábamos a estar desesperados decidí probar con el palo de agua. Me pasé horas meneando aquel artefacto, haciéndolo girar hacia un lado y hacia el otro; no solo no conseguía hacer dormir a la niña sino que, además, ponía a mi mujer muy nerviosa y empezó a despertar en mí las ganas de convertirme en un chamán e irme a vivir a una tribu de la selva amazónica.
Nada parecía funcionar. Nuestra niñita solo dejaba de llorar cuando la metíamos en la cama con nosotros, y punto. A nosotros eso nos valía; lo que queríamos era dormir. Pero enseguida la familia y los amigos, que ya habían pasado por ahí, empezaron a advertirnos de las consecuencias fatales que eso nos traería.
“Lo peor que podéis hacer es acostumbrarla a dormir con vosotros”. 
“¡Como lo hagáis estáis perdidos!”. 
“La tendréis durmiendo con vosotros hasta que se gradúe en la universidad”. 
Decidimos hacer caso a la sabiduría popular y seguir intentando hacer que nuestra hija durmiera sola, en su cuna; pero no había manera. A veces conseguíamos dormirla en nuestros brazos y la dejábamos en la cuna, muy despacio, con mucho cuidado, como si estuviéramos manipulado una bomba que puede estallar en cualquier momento; nos alejábamos de puntillas, nos metíamos en la cama tratando de no hacer ruido y, cuando habíamos encontrado la postura y estábamos a punto de dejarnos llevar al mundo de los sueños, la bomba estallaba y la niña empezaba llorar otra vez. ¡Era desquiciante! El cansancio comenzaba a hacer mella en nosotros y empezábamos a estar desesperados. Teníamos un aspecto horrible. Recuerdo que una mañana me asusté al mirarme en el espejo; parecía que había envejecido treinta años de la noche a la mañana, y tenía unas bolsas bajo de los ojos tan grandes que podían servir para guardar la compra del mes. En el trabajo no dábamos pie con bola; deambulábamos por la casa como dos extras de The Walking Dead. Estábamos tan agotados y tan irascibles que nos gritábamos por cualquier cosa, por tonta que fuera: “¡Has dejado el bote de la salsa de tomate frito a medio cerrar!”; “¡¿Tanto cuesta dejar los platitos en su sitio?!”; “¡¿Por qué no haces más ruido comiendo, que creo que la vecina de la esquina no te oye?!”; “¡He dejado el abrigo ahí porque me ha dado a mí la gana!”; “¡¿Y tiene que venir hoy tu madre?!”; “¡¿Te puedes callar un año o dos?!”; “¡¿Por qué te diría que sí aquel día?!”; “¡Te odio tanto!”; “¡Yo solo quiero dormir!”; “¡Con entrar en coma un par de horas me conformo!”; “¡¿Por qué la muerte no se acuerda de mí?!”.
Una tarde unos amigos vinieron a casa de visita y nos hablaron del método del Doctor Estivill para enseñar a los bebés a dormir solos. Nos vieron tan mal y tan cansados que incluso nos regalaron el famoso libro Duérmete, niño, donde el mencionado Doctor Estivill explicaba el método en cuestión. 
“Funciona”, nos aseguraron nuestros amigos. “Funciona de verdad”.
Recibimos aquel libro de la misma manera que el Rey Arturo debió de recibir el Santo Grial. Recuerdo que lo leí de una sentada aquella misma tarde. En ningún momento se me pasó por la cabeza cuestionar nada de lo que leía. Si nuestros amigos decían que aquello funcionaba, con eso bastaba. El Doctor Estivill era nuestro héroe y había venido a salvarnos. Esa misma noche empezamos a poner en práctica el famoso método. Básicamente consiste meter al niño en su cuna y dejar que llore y llore sin atenderlo hasta que, finalmente, el niño, agotado, se quede dormido, o tú agarres una escopeta y te vueles la tapa de los sesos, lo que ocurra antes. El único consuelo que podíamos ofrecer a nuestra hija durante aquel trance, según Estivill, era acercarnos a la cuna, pero manteniendo siempre una distancia de seguridad de varios metros, no fuera a ser que la niña, como si se tratara de una alimaña, lograra dar un salto y se te enganchara al cuello. Desde esa distancia podíamos hablarle y decirle cosas como: “Mi niña, todo esta bien. Estamos en la habitación de al lado. No te preocupes. Duérmete, ¿vale?”. Y este ritual había que realizarlo cumpliendo unos tiempos muy precisos: el primer día, cada cinco minutos; el segundo cada trece minutos; el tercer día cada diecisiete minutos… Ahora no solo no podíamos dormir porque la niña no dejaba de llorar, sino porque, además, teníamos que estar pendiente el maldito reloj para que no se no pasarnos del tiempo. La primera noche, cada cinco minutos, me acercaba a la habitación de mi hija y, desde la puerta, le hablaba. “No pasa nada, cielo. Estamos ahí, al lado. Todo está bien. Duérmete, cariño”. Luego me marchaba y la niña seguía llorando. Me sentía ridículo haciendo eso, y mal padre. Pero si era verdad que aquello funcionaba habría que seguir intentándolo. 
Al día siguiente, nuestros vecinos, de muy buenas maneras, nos dieron un toque de atención.
“¿Qué le pasaba a la peque anoche? No ha parado de llorar en tooooooda la noche”. 
“Es que estamos probando el método Estivill para ver si conseguimos que duerma sola en su cuna”, les expliqué.
Mis vecinos, también padres y que ya habían pasado por esto antes que nosotros, se metieron en su casa presa de un ataque de risa. Supongo que eso tendría que haberme dado una pista.
Llegó la segunda noche y, de nuevo, el ritual. Esta vez mis visitas al cuarto de mi hija tenían que ser cada trece minutos. 
“Cariño, cielo, no llores y duérmete. Mamá y papá están ahí mismo, en la habitación de al lado”.
Mi hija mi miraba con cara de: “¿De verdad piensas que esto va a funcionar?”.
Mientras estaba pendiente del reloj esperando que pasara otro intervalo de trece minutos, empecé a hojear el libro del Doctor Estivill para distraerme. Mire la foto que había en la solapa del libro. Allí estaba aquel señor, sonriendo, como si estuviera exultante de felicidad. Supongo que sería por el cansancio, pero su cara me recordó a Miliki, el payaso de la tele. “¿De que narices se estará riendo?”, pensé. Más tarde me enteré que había vendido más de tres millones de ejemplares de aquel maldito libro, de modo que ya sabemos la razón de aquella sonrisa. Volví a mirar la foto de la solapa; allí seguía el Doctor Estivill, con su sonrisa de triunfo. De fondo, desde su cuna, mi hija seguía berreando como si estuviera poseída. En un intervalo de trece minutos pasé de considerar al Doctor Estivill como un héroe y un salvador, a que me cayera como una patada en los cojones. Aquella noche, como la anterior, mi hija no dejó de llorar en toda la noche. Y, si tengo que ser sincero, mi mujer y yo tampoco.  
Llegó la tercera noche y los mismos resultados. En este punto supe que tenía que hacer algo; así que me puse de pie y tomé una decisión. Opté por hacer lo que me parecía más sensato: agarré el libro, abrí la ventana y lo revoleé a la calle. Después entré en la habitación de mi hija, la cogí en brazos y me la llevé a nuestra cama. 
“¿Estás seguro de esto?”, me dijo mi mujer.
“En esta casa se va a dormir”, respondí yo. “Y si tiene que ser compartiendo la cama con la niña hasta que cumple los veinte, bueno, pues ya iremos viendo como lo solucionamos”. 
Aquella noche dormimos los tres del tirón el resto de la noche. Nunca antes un sueño nos había resultado tan reparador y tan placentero. 
Han pasado ya unos años. Mi hija, en estos momentos, tiene doce, no veinte, y ya hace unos cuantos que duerme sola en su habitación. ¡Chúpate esa, Estivill! Eso sí, aún hoy, algunas veces, le da por venir a hurtadillas y meterse en al cama con nosotros en mitad de la noche. Yo me hago el dormido, finjo no darme cuenta y me concentro en atesorar el momento. Posiblemente, como padres, a este respecto mi mujer y yo lo estemos haciendo mal, pero, después de todo, algún día mi niña tendrá de verdad veinte años, y entonces no solo no querrá dormir con nosotros, sino que ni siquiera querrá saber si existimos.
En algún momento le hablaré de todo esto y nos reiremos mucho, seguro. 
No está mal para un Jueves. 

Comentarios

  1. Que te voy a contar amigo!!! Yo también caí en leerlo pero nuca lo llevé a la práctica. Me parecía inhumano.
    Ya sabes que el primero fue niño trampa en eso de dormir y nos la prometíamos muy felices pero llegó el segundo para darnos una buena hostia de realidad. Y sí, también lo intentamos todo para que durmiera en su cuna pero se negó el maldito niño, así que a la cama con nosotros y todos en paz durmiendo!! Cada familia que haga lo que mejor considere para sobrevivir a esos años!! Jajajajaja

    ResponderEliminar
  2. Pilar de los Ángeles Vargas13 de marzo de 2025, 6:32

    Ese médico te engañó y seguro que ni siquiera tiene niños.😂😂😂

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

¡Horror! Llegó la adolescencia.

EL BUFFET LIBRE O LA RAZÓN POR LA QUE SOMOS UNA ESPECIE FALLIDA