¡Horror! Llegó la adolescencia.

    Mi hija ha cumplido doce años. Llevo temiendo este momento desde que cumplió cinco. Durante la celebración de su quinto cumpleaños, en un momento dado, mi hija se separó de sus amiguitos dejando de hacer lo que estaba haciendo, (que, por las risas y el alboroto, parecía ser algo muy divertido), para venir corriendo hasta mí y darme un abrazo. “Papi, te quiero mucho”, me dijo mientras me apretaba con sus bracitos. Después me soltó y volvió de nuevo a zambullirse en su fiesta. 
    Prometo que tuve que hacer un verdadero esfuerzo para contener las lágrimas. 
    “Como se echa de menos esta etapa después”, me dice un padre que está en la fiesta y que ha presenciado la escena.
    “¿A qué te refieres?”, le pregunto mientras me limpio la baba que aún me chorrea por la barbilla.
    El padre, que tiene otros dos hijos mayores, uno con trece y otra con quince, me dice:
    “Cuando cumpla doce años vete preparando”.
    “Preparando, ¿para qué?”, pregunté.
    “¿Para qué? ¡Para lo que se te viene encima, amigo! Si alguna vez piensas que la etapa de la infancia puede ser dura y agotadora… ¡Ja! Cuando cumplen doce años es cuando empieza, de verdad, el Rock and Roll”.
    “¡Bah! No será para tanto”, dije, más para tranquilizarme a mí mismo que para responderle a él. 
    “¡Oh! Claro que no es para tanto. ¡Es peor! Ese momento tan dulce que acabas de vivir con tu hija atesóralo bien porque, cuando cumpla doce años, ya verás. Le tendrá más cariño al móvil que a ti. Te empezará a mirar con asco y solo te dirigirá la palabra cuando necesite sacarte algo. Y eso sin contar todas las preocupaciones que se te vendrán encima y la cantidad de cosas que escaparan de tu control.”
    Doy por hecho que aquel hombre no me dijo esto con mala intención. Al contrario, tan solo pretendía compartir conmigo una confidencia de padre que ya ha pasado por un sitio al que a mí, irremediablemente, me tocaría llegar en unos años. Pero me reventó el día. Me dejó el cuerpo tan cortado que pensé: “A este tío el año que viene no lo invitamos”. Lo que dijo me dejó desolado. No soy idiota, (bueno, puede que un poco sí); yo era consciente de que mi niñita crecería y las cosas cambiarían pero, ¿tan horrible iba a ser? Había oído muchas cosas de lo complicado que resulta lidiar con adolescentes, pero nunca imaginé que fuera para tanto. Recuerdo que empecé a ponerme muy nervioso después de hablar con este tipo; pero como siempre he sido un optimista y un iluso nada realista, (Realidad… ¡bah! ¿quien la necesita?), me dije a mí mismo que eso nunca iba a pasarme y logré quedarme más tranquilo. Sí, mi hija cumpliría doce años, luego trece, después catorce… Se haría mayor y las cosas se irían poniendo diferentes pero, entre ella y yo, nunca cambiaría nada, nunca dejaría de darme abrazos ni de decirme que me quería sin pretender nada a cambio. Crecerá, cambiará, se hará mujer, vendrán preocupaciones nuevas y diferentes a las de ahora, pero cuando estemos juntos siempre será mi niña y yo su papi; me lo seguirá contando todo, como viene haciendo hasta ahora; nuestra confianza mutua no se deteriorará y nuestra amistad será cada vez más fuerte, (sí, soy de esos padres que no pueden evitar hacerse amigo de sus hijos; lo de la autoridad y la respetabilidad no es para mí). 
    El tiempo fue pasando y mi hija siguió celebrando cumpleaños. Los doce años se acercaban y, para mi tranquilidad, no percibía en mi niña nada que mostrase indicios de todo aquello que me decían que empezaba a pasar. Llegó el octavo cumpleaños, el noveno, el décimo… Mi hija ya era, oficialmente, una preadolescente. Y sí, hubo cambios, claro que los hubo, pero nada que indicase que el infierno estaba a punto de desatarse.  
    “¡Qué edad más mala!”, oía decir a algunos padres y madres cuando se referían a sus hijos más mayores. 
    Pasa un año más y mi hija cumple once. Cada vez con más frecuencia, escucho comentarios del tipo: “Empiezan a ponerse raros”; “Te responden mal”; “Tus tonterías de siempre ya no le hacen gracia, al contrario, ahora les avergüenza”; “¿Vuestros hijos han empezado ya a pediros que los dejéis en la esquina y no en la puerta del colegio porque no quieren que sus amigos le vean contigo?”.
    Yo escucho todo esto y me empiezan a entrar sudores fríos. Pero mi inocente optimismo de hombre iluso y poco realista regresa para hacerme sentir mejor y me hace decir: “¡Qué exagerados! Seguro que no es para tanto”; y también: “Eso no me va a pasar a mí”; y sigo siendo feliz en mi propio autoengaño. 
    Y, por fin, llega el momento. ¡Mi hija cumple doce años! Ese mismo día, cuando se despierta, me cruzo con ella por el pasillo y, mientras se me acerca, la miro del mismo modo que miro al cartero cuando trae una carta certificada y no sé si serán buenas noticias o una notificación de Hacienda. La saludo como cada mañana, con un hola y un beso en la frente y, por si acaso, me preparo para lo peor y me pongo en guardia por si me grita y luego salta a morderme la yugular. Pero no ocurre nada. Respiro aliviado al comprobar que ella está igual que ayer; nada parece haber cambiado.  
    Pasan unas cuantas semanas; mi hija sigue teniendo doce años pero, de momento, ni rastro de todo eso que dicen que empieza a pasar. Hasta que, una tarde, ocurre algo. Llevo a mi hija y a dos amigas en el coche a un sitio donde han quedado con otras dos amigas más para dar una vuelta. Mi hija se va directa al asiento de atrás con sus dos amigas. Levanto la ceja, inquieto. A ella le encanta sentarse en el asiento del copiloto, a mi lado, desde que la ley le permite hacerlo. Sin embargo, hoy ha preferido sentarse detrás, dejándome delante solo. No me preocupo demasiado, después de todo es normal que prefiera ir junto a sus amigas. Además, ya sabemos como les gusta a los niños la novedad. De modo que sigo conduciendo, tranquilo. Mi hija y sus dos amigas empiezan a hablar entre ellas, con un tono lo suficientemente bajo como para que yo me de cuenta de que no quieren que me entere de lo que están hablando. Pero estamos en un coche y no en un autobús, de modo que, poniendo oído y haciendo un poco de esfuerzo, logro enterarme de lo que hablan. Y entro en pánico. Me desconcierto al descubrir que no entiendo absolutamente nada de lo que están diciendo. No comprendo la jerga que usan, ni el significado de la mayoría de las expresiones, ni identifico a las personas que nombran. Por primera vez en mucho tiempo me siento perdido y desubicado. Es como si hablaran en otro idioma, y no tengo ni idea de si lo que están diciendo es algo bueno o malo. Llegamos al sitio, dejo a mi hija y a sus amigas con las otras dos, que ya estaban allí esperando, y le digo a mi hija que la recojo en dos horas, me dice que vale y, sin despedirse de mí, como siempre, se da la vuelta para seguir hablando con las otras. ¡Horror! ¿Puede ser esto el primer indicio oficial de que ha empezado lo que llevo tanto tiempo temiendo? Conduzco de vuelta a casa sin poner música en la radio y, durante las dos horas siguientes, intento concentrarme, sin conseguirlo, en la lectura de un libro, mirando el móvil cada cinco minutos. Cuando llega la hora, voy a recoger a mi hija y a sus dos amigas. Dejamos a cada una en su casa y, de vuelta a la nuestra, mi hija vuelve a sentarse en el asiento del copiloto, a mi lado, y todo parece como siempre. Le pregunto como ha ido todo y se limita a decirme que muy bien y me habla de otra cosa. Esa noche duermo regular. 
    Unos días después todo sigue tranquilo. Llevo a mi hija al instituto y, cuando llegamos, como hago cada mañana, me bajo del coche para despedirme de ella con un abrazo y un beso en la frente. Pero, esa mañana, mi hija se cuelga la mochila, me dice adiós con la mano y sale pitando hacia el sitio donde están sus amigas. Yo me quedo junto al coche con cara de idiota, con los brazos abiertos esperando un abrazo que acaba de salir corriendo y con el corazón roto. “Ha llegado”, me digo a mí mismo, “Lo que contaban era verdad. La adolescencia ha llegado y me ha pasado por encima como una apisonadora”. Me embarga la tristeza al saber que ya puedo inscribirme, de manera oficial, en el club de sufridores padres de adolescentes. Pero, entonces, como la vida es una trama y las tramas siempre tienen giros, mi hija se detiene en su carrera. Viene corriendo de nuevo hacia mí y me da un abrazo. “Te quiero”, me dice, y se marcha de nuevo con sus amigas, dejándome allí con mi sonrisa de idiota y con mi problema de apego ansioso. 
    Conduzco de vuelta a casa. Hace un día soleado pero con nubes. Yo, volviendo a refugiarme en mi autoengaño, sigo con mi sonrisa de iluso optimista, pensando que todo eso que se cuenta de la adolescencia no son más que exageraciones y que a mí nunca me va a pasar. En la radio, Nat King Cole canta L-O-V-E. Subo el volumen, sigo con mi sonrisa de idiota y conduzco el resto del trayecto a casa, rememorando en mi cabeza ese abrazo y ese te quiero de mi hija, y disfrutando de la maravillosa sensación que me produce el saber que, solo son las ocho y media de la mañana, y que mi día ya está hecho. 
    No está mal para un Jueves.

Comentarios

  1. Muy bueno, eso nos pasa a todos, cada edad es una odisea

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Totalmente, pero siempre hay cosas que son disfrutables. :-)

      Eliminar
  2. Estoy segura que aunque vendran los lógicos cambios siempre seras muy importante para ella

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Jajajajaja......muy bueno comadre anónima.....por cierto no soy anónimo soy el titocompadre

      Eliminar
    2. ¡Ja, ja, ja, ja, ja...! Esto que ha ocurrido aquí es sublime. :-D

      Eliminar
  3. Aun quedan más cambios a los que tendrás que hacer frente, incluso te harás muchas preguntas tipo "¿soy buen padre"?.....todo y todas tendrán su respuesta en el tiempo.

    ResponderEliminar
  4. Desde mi humilde opinión porque tengo un hijo con 16 años, debo decir que todo lo que dice el texto es verdad, es ley de vida para la generación actual que nos encontramos, también quiero deciros, que hay que recodarle a los adolescentes, que no se avergüencen de sus padres y recordarle el beso, el abrazo, etc, esté con quien esté, a mí, mi hijo siempre me lo dá de corazón, porque eso se nota a leguas.
    IMPORTANTE. limitarle el tiempo de móvil, es muy bueno para ellos y para nosotros. La relación en familia es lo más importante y él es consciente de todo esto.
    El móvil es una droga mental.
    Saludos a todos/as.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muy interesante todo lo que comentas. Gracias por compartirlo.

      Eliminar
  5. Mi hija lo acaba de cumplir y lo he notado en su primera semana me dijo que queria dormir en su habitacion a probar si ya no le daba miedo. Mi pequeña...

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. A los padres y madres nos aterroriza empezar a ver estos cambios. Y sentir nostalgia de tiempos anteriores es inevitable, pero no podemos perdernos en el pasado; de hacerlo, nos perderíamos el presente. Gracias por compartir tu comentario.

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

EL DOCTOR ESTIVILL Y EL LIBRO QUE SALIÓ POR LA VENTANA

EL BUFFET LIBRE O LA RAZÓN POR LA QUE SOMOS UNA ESPECIE FALLIDA