EL PERRO Y LA LLUVIA
Otra cosa que me gusta hacer los días de lluvia es tumbarme con mi manta a leer mientras saboreó una taza de cacao bien humeante. Placeres sencillos que pueden convertir una tarde de tormenta en una tarde maravillosa; hasta que recuerdas que tienes un perro al que toca sacar a la calle a hacer sus cosas.
Entonces todo se tuerce.
Estoy en el sofá, con mi manta, mi libro y mi cacao caliente. Fuera, la lluvia cae con fuerza y el viento sopla como si quisiera derribar la casa. Me acurruco en la manta y doy un sorbo al cacao. Está delicioso. Dejo la taza en la mesa y me zambullo de nuevo en en libro que me tiene atrapado. La sensación que me invade, sobre todo en contraste con el espantoso tiempo que hace fuera, es lo más parecido a estar en el paraíso. De repente, con el rabillo del ojo, veo un bulto negro y peludo a mi izquierda. Es Indy, mi perro, que ha venido a avisarme de que toca salir a hacer cosas. Me lo hace saber con una mirada suplicante y un gemido suave y lastimero.
“¡Maldición! ¿Ahora, Indy?”, digo con la esperanza de que el perro me conteste: “No pasa nada. Puedo esperar un rato más, y si no, no te preocupes, que en estos años he aprendido a usar el váter de casa”.
Pero no es eso lo que me responde mi perro. De hecho, no me responde nada. Es un perro; si me hablara saldría corriendo, despavorido, sin importarme lo más mínimo la lluvia. Como no me apetece nada abandonar mi manta, mi cacao y mi libro y salir a la calle, intento autoengañarme y doy por hecho que Indy puede aguantar un poco más. Quizá deje de llover dentro de poco y entonces ya podré sacarlo. Le ignoro y sigo con mi libro. Pero mi perro, que no tiene otra cosa que hacer, me pone la pata encima de la pierna para hacerse notar e insistir en que toca salir a la calle me guste o no. Para enfatizar aún más la urgencia, lanza un lloriqueo que me hace sentir culpable. Fuera, el viento sigue soplando y la lluvia aprieta aún más. Agarro el móvil y miro la aplicación del tiempo. Parece que, no solo no va a dejar de llover en un rato largo, sino que la previsión es que la tormenta empeore.
“¡Qué suerte!”, me digo a mi mismo mientras pienso en porque no elegiría tener de mascota un hámster en lugar de un perro. A un hámster no hay que sacarlo a pasear a la calle; con limpiarle la jaula de vez en cuando es suficiente.
Dejo el libro en la mesa y doy un último sorbo al cacao caliente. Lo disfruto y lo saboreo bien porque sé que cuando regrese de sacar al perro ya estará frío. Me levanto del sofá y me acerco a la ventana con la esperanza de que mi teléfono inteligente no lo sea tanto y esté en un error. Pero no, mi teléfono es muy inteligente y no se ha equivocado. Fuera llueve, y llueve con más fuerza que antes.
“¿En serio no puedes esperar, Indy?”, le digo a mi perro.
Él, por toda respuesta, tuerce la cabeza y me mira moviendo el rabo. No soy un conocedor del idioma de los perros, pero tampoco hace falta ser muy listo para darse cuenta de que la cosa no puede esperar más.
Suspiro.
Me pongo los zapatos, el abrigo impermeable y agarro el paraguas. Indy, que sabe perfectamente lo que eso significa, no deja de dar vueltas a mi alrededor loco de alegría. Me meto en el bolsillo un par de bolsas de plástico para recoger los excrementos, (porque soy un ciudadano concienciado), y le coloco la correa. Abro la puerta de la calle y observo que la lluvia cae de lado. El viento sopla con tanta fuerza que me doy cuenta enseguida de que el paraguas será inútil. Decido dejarlo en casa y me cubro la cabeza con la capucha del abrigo. Solo espero que mi perro haga sus cosas lo antes posible. Empiezo a caminar por la calle junto a Indy, al que la lluvia parece no molestarle o, al menos, no tanto como a mí. Camino encogiendo los hombros, mirando al suelo para proteger mi cara de la lluvia bajo la capucha; pero el viento sopla tanto que el agua se cuela por la capucha, las mangas y por otros cuantos sitios más por los que no debería. Empiezo a notar humedad en los calcetines.
Pienso en mi manta, mi cacao, mi libro y mi paz interior, que se han quedado allí, en el sofá, secos y calentitos y, casi seguro, burlándose de mí. Ahora soy yo el que mira a mi perro con ojos suplicantes y el que le lanza un gemido lastimero.
“Por favor, Indy. Hagamos esto rápido y volvamos a casa”.
Pero Indy, pese a que tiene todo el pelo empapado, no parece tener prisa.
Sigo caminando mientras la lluvia sigue cayendo, el viento sigue soplando y mi perro sigue sin decidirse. Por fin se detiene, olisquea un punto concreto del suelo y empieza a caminar en círculos alrededor de ese punto. Es lo que hace siempre justo antes de evacuar.
“¡Por fin!”, exclamo con entusiasmo sintiendo que en breve podremos volver a casa.
Pero no.
Indy, por alguna razón, decide que ese sitio no es el adecuado y comienza a caminar de nuevo. Pasan unos minutos más que a mí se me antojan horas. Un coche pasa a nuestro lado. El tipo que lo conduce me mira desde su cálido interior y pone cara de estar pensando: “Tendrías que haberte comprado un hámster”. Mi ropa está empapada, al igual que mi cara, mis pies y otras partes de mi cuerpo a las que no tengo ni idea de como ha podido llegar el agua. Estoy a un solo grado de humedad más de arrojarme delante del próximo coche que pase y terminar con todo. Pero, en ese momento, Indy vuelve a detenerse. Vuelve a olisquear un punto en concreto y comienza a dar vueltas alrededor de ese punto. A pesar de ser ateo, rezo todo lo que sé para que ese sitio le parezca bien, haga sus deposiciones y podamos, de una vez, volver a casa.
¡Y ocurre el milagro!
¡Indy suelta la carga!
Mientras lo hace me mira con cara com de estar pensando: “Te doy envidia, ¿a qué sí? Yo puedo hacer esto en la calle y tú no”.
Termina de hacer sus cosas. Saco una de las bolsas de plástico del bolsillo y recojo todo aquello del suelo. Me viene a la mente el fragmento de un monólogo, creo que de Seinfeld, aunque no estoy seguro, que dice que si unos extraterrestres nos observaran y vieran a dos seres, uno que hace sus necesidades en la calle, y otro que se apresura raudo a recoger el desecho, ¿quién pensaría realmente que es la especie dominante?.
Hago un nudo en la bolsa y me doy cuenta de que la bolsa tiene un agujero.
¡Maldición!
Odio cuando pasa eso. Tengo que agarrar la bolsa por el nudo y por la esquinita donde está el agujero, tratando de que nada salga de ahí y de no mancharme, mientras Indy, que ahora que ha terminado, quiere volver a casa a toda prisa, tira de la correa con tanta fuerza que me desequilibra y casi me arranca el brazo. Me acerco, como puedo, a la papelera más cercana, arrojo la bolsa con la carga dentro, y aprieto el paso hasta llegar a casa.
La lluvia ha ido aumentando en intensidad durante todo el tiempo que hemos estado en al calle. Pero, por supuesto, cuando estamos ya a punto de entrar en casa, escampa. Yo miro al cielo y digo: “¡No me lo puedo creer!”.
Entramos en casa y mi perro sale corriendo a tumbarse junto a la estufa para secarse. Yo subo a secarme un poco y a cambiarme de ropa. Lo hago rápido porque estoy deseando volver a mi sofá, mi manta, mi cacao, (aunque ya esté frío, me da igual; me da pereza prepararme otro), y ese libro al que estoy enganchando. Pero cuando voy a enfilar las escaleras, mi hija sale de su habitación y me intercepta para pedirme que le ayude con los deberes. Por supuesto, me olvido de la manta, del cacao frío y del libro, y ayuda a mi hija a hacer los deberes. Cuando terminamos ya es hora de empezar a ducharse y a preparar la cena. Me consuelo diciendo que, a lo mejor, mañana también llueve, y puedo retomar mi libro y mi cacao.
De camino a la cocina veo a Indy, que sigue echado junto a la estufa. Siento tanta envidia que la idea de sustituirlo por un hámster vuelve a cobrar fuerza en mi cabeza. Pero mientras preparo la cena, Indy se me acerca, se sienta a mi lado, y empieza a mover el rabo. No quiere nada, solo está contento por estar conmigo. Me enternezco, le acaricio la cabeza y me olvido del hámster.
Ahora me alegro de tener a mi perro.
Además, mi hija está entrando en la adolescencia y, ya se sabe lo que eso significa: estoy a una revolución hormonal de convertirme en su enemigo número uno. Me vendrá bien tener a Indy para que así, al menos, alguien se alegre de verme cuando yo llegue a casa.
Mientras sigo preparando la cena pienso: “No está mal para un Jueves”.
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