EL IMPOSIBLE SUEÑO DE UNA NOCHE DE VERANO

    Me gusta el verano. Soy un gran fan del verano. Es cierto que no es mi estación del año favorita. Disfruto mucho más el otoño, estación que, por otra parte, a casi nadie le gusta. A mi me encanta el otoño. Las razones tienen que ver con mi trabajo, mi personalidad y, bueno, por qué no reconocerlo, cierta romantización de algunas cosas que me gustan para las cuáles el otoño es, sencillamente, el escenario ideal. 
Pero hoy quiero hablar del verano. Ya he dicho que el verano me gusta. Me gusta que los días sean largos. Me gusta despertarme temprano y que ya haya salido el sol. Me gustan las fiestas veraniegas de los pueblos; y las reuniones anuales de verano en el pueblo de mi madre, donde me encuentro con gente a la que quiero mucho y que, por desgracia, solo veo una vez al año. Me gustan las terrazas de verano. Me gustan las reuniones con amigos en torno a una piscina para pasar el día; y las charlas al fresco hasta bien entrada la madrugada mientras el hielo se derrite en un vaso de tinto de verano con limón, la cuál, por cierto, era mi bebida favorita hasta que mi mejor amiga me descubrió, hace no mucho, la cerveza Radler. Me gusta poder estar todo el día por casa descalzo y sin camiseta. Me gusta ver a mi hija contenta porque está de vacaciones. Me gusta poder pasar más tiempo con ella sin que nos incordie el estrés de los deberes y de los exámenes. Me gustan las vacaciones, en general, aunque las prefiero en otoño. Me gustan las siestas en el sofá. Me gustan los paseos en familia al caer la tarde, cuando el calor da una tregua. Me gusta cenar al aire libre. Me gusta poder bañarme en una piscina de noche. Me gusta leer en verano, sobre todo en la noche, con el canto de los grillos de fondo. Me gusta dormir con la ventana abierta. 
Me gustan muchas cosas del verano. Pero, como he dicho, no es mi estación favorita. ¿Por qué? De la misma manera que me gustan muchas cosas del verano, hay otras tantas que, simplemente, no soporto. De hecho, las odio. 
Odio el calor. No me gusta nada el calor. Vivo en el sur de España, donde la temperatura oscila entre los treinta y cinco y los cuarenta y cinco grados durante seis o siete meses al año. De modo que sí, cuando hablo de calor, sé bien de lo que estoy hablando; los andaluces tenemos, casi por derecho propio, un doctorado en materia de calor. El calor conlleva sudar, y no me gusta sudar cuando no quiero hacerlo; una de las cosas que más placer me producen en esta vida es la sensación de estar recién duchado, y detesto como, cuando llega el verano, esa sensación se evapora diez minutos después de salir de la ducha, sintiéndome de nuevo sudoroso y pegajoso. No me gusta la ropa de verano, por muy cómoda que sea. No me gusta la playa en verano, sin embargo me encanta la playa en otoño. Un buen día de sol de otoño en la playa es de lo mejor que hay. No me gusta tener que pringarme de crema para protegerme del sol. De hecho, no me gusta la idea de tener que protegerme del sol. No me gusta sentir que se me quema la piel, a pesar de haberme pringado de crema, aunque reconozco que me gusta verme bronceado. No me gusta no ver vegetación verde en el campo. No me gusta ver los ríos y los arroyos sin agua. No me gusta tener que rezar un padrenuestro si tengo que salir a la calle entre las tres y las siete de la tarde, y rogar a los dioses no morir por un golpe de calor. No me gusta el agua fría, casi congelada, que te sirven en cualquier sitio cada vez que pides agua en verano. No me gusta que no corra el aire cuando hace calor, pero menos me gusta cuando el aire que corre es caliente y sientes que te cuesta respirar. No me gusta el aire acondicionado. Mucho menos me gusta dormir con el aire acondicionado encendido. 
Dormir. 
Esto, posiblemente, sea la cosa que peor lleve del verano: la certeza de que no volveré a dormir bien hasta que llegue Octubre.
Vivo a las afueras de un pueblo. Mi casa da al campo. Amo vivir junto al campo. Es lo que siempre soñé. Asomarme a la ventana y ver árboles en lugar de edificios que no me dejen ver el cielo. No tengo nada en contra de las ciudades, pero soy de los que las prefiere para visitarlas, hacer lo que tenga que hacer en ellas y, después, regresar a la tranquilidad de mi agujero hobbit en la colina. El silencio, sobre todo por la noche, es de las cosas que más aprecio. Y eso solo te lo puede dar el campo. Nunca he dormido en una ciudad ni la mitad de bien de lo que duermo en el campo, salvo en los meses de verano, porque, seamos honestos: no se puede dormir bien en verano.
Donde vivo es muy común que, durante buena parte del verano, las temperaturas nocturnas ronden los veintiséis, veintisiete e incluso los veintiocho grados. Hay noches muy locas en la que se superan los treinta grados. Aquí nos dan ganas de cometer suicidio en masa cuando esto ocurre. Con semejante calor es imposible poder conciliar un sueño profundo. Abrimos las ventanas de par en par, nos quedamos en ropa interior, ponemos ventiladores, conectamos el aire acondicionado, al rato lo apagamos porque nos incomoda el frío y, además, nos seca la garganta; creemos que, como la habitación ya está refrigerada, será suficiente para mantener una temperatura agradable durante el resto de la noche, pero esa ilusión se desvanece cuando, apenas han pasado diez minutos, vuelves a despertarte, encharcado en sudor, porque vuelve a hacer el mismo calor, o más, que antes de que conectaras el aire. Intentamos otras soluciones, como darnos duchas de agua fría en mitad de la noche. Hacemos lo que haga falta para intentar combatir el calor y no caer en el insomnio. Solo nos falta agarrar un saco de dormir y meternos a pasar la noche dentro del frigorífico, usando de almohada lo que haya dentro del cajón de las verduras. Y, aún así, ninguna de estas estrategias sirven para dormir bien. En un momento dado, sientes una brisa fresca y agradable entrando por la ventana. Parece que ha empezado a refrescar y tú, ilusionado, piensas que lo peor ya ha pasado y que, por fin, podrás dormir algo. Te relajas sintiendo como la brisa acaricia tu cuerpo emitiendo un suave y delicioso arrullo. Por fin empiezas a notar como el sueño aparece y empieza a apoderarse de ti, y tú, por supuesto, te dejas hacer. Entonces algo perturba el estado de paz en el que acabas de entrar. Al principio es tan solo un sonido lejano, en apariencia. Quieres creer que no lo has oído, pero sabes que lo has oído; sabes que está ahí y que va a volver a sonar, en cualquier momento y, esta vez, más cerca. Un segundo después la sospecha se confirma. Vuelves a oírlo, esta vez mucho más cerca. Estoy hablando, por supuesto, de un clásico de las noches de verano: el mosquito que zumba alrededor de tu oreja. Sacudes la mano en el aire, pensando que eso disuadirá al mosquito de sus propósitos. Pero todos sabemos que no es así. El infame insecto vuelve a la carga haciendo un vuelo rasante sobre tu oreja, esta vez mucho más cerca, como si quisiera meterse dentro del oído a explorar tus pensamientos. Te das un fuerte manotazo sobre la cara y la oreja; te lo das tan fuerte que te duele, y lo único que has conseguido es hacerte daño a ti mismo porque el mosquito ha escapado. Después de blasfemar y maldecir un rato, te quedas quieto y en silencio. No se oye nada. Quieres pensar que el mosquito ha decidido largarse a otro sitio. Te empiezas a relajar otra vez pero y, cuando parece que lo estás consiguiendo, notas que te empieza a picar mucho el pie y la relajación se esfuma. El mosquito te ha picado en el tobillo, y tú empiezas a rascarte como si te fuera la vida en ello. La picazón no se calma y, cuanto más te rascas, peor. Te levantas, agarras el móvil y enciendes la linterna. Buscas al mosquito por todas partes pero, por supuesto, no lo ves por ningún sitio. Tu sabes que está ahí, en algún lugar de la habitación, observándote y riéndose de ti. Puedes sentirlo, pero no lo ves. Apagas la linterna, dejas de nuevo el móvil en la mesilla, apoyas la cabeza en la almohada y cierras los ojos. No escuchas nada. ¿Se habrá ido? Quieres pensar eso, pero sabes que no es así. Vuelves a oír ese zumbido, agudo y terrible, emergiendo de la oscuridad de la noche, acercándose a tu oreja una vez más. Esta vez el zumbido suena con tono de burla. La frustración y la humillación es tan grande que, hastiado, reaccionas y te preparas, una vez más, para el combate. Con toda la velocidad de la que eres capaz de moverte, vuelves a encender la linterna del móvil con la esperanza de, ahora sí, localizar a ese malnacido, aplastarlo y convertirlo en una mancha asquerosa que decore la pared. Pero, por supuesto, no lo ves. Esta tortura se prolonga hasta que, una de dos: el cansancio puede contigo y te empieza a dar igual el zumbido y los picores, o bien el mosquito se terminar aburriendo y se marcha a otra parte a hacer lo que sea que hagan los mosquitos cuando no se dedican a incordiarte en la noche. 
Por fin te quedas dormido… un rato, porque enseguida suena la alarma indicando que es hora de dejar la cama y afrontar un nuevo día. No te puedes creer o, mejor dicho, no te quieres creer que ya sea la hora de levantarse. ¡Pero si te acabas de quedar dormido después de una noche horrible! Piensas que debe tratarse de un error. Te has equivocado al poner la alarma y seguro que aún quedan por delante unas cuantas horas de sueño. Pero no es así. Cuando miras el móvil, descubres que, ciertamente, es la hora de levantarse. 
El mundo se derrumba a tu alrededor.    
Sales de la cama con esa sensación terrible que te dejan las malas noches, esa sensación de no haber descansado bien, de no haber dormido lo suficiente. Tu cuerpo y tu mente te mandan señales diversas, pero todas quieren decir lo mismo: “Necesitamos dormir más; necesitamos dormir más; y no te olvides de comprar repelente para mosquitos”. Lo que más deseas en ese momento es quedarte en al cama y seguir durmiendo, pero no puedes. Tienes obligaciones que cumplir, así que toca levantarse quieras o no.  
El espejo del cuarto de baño te devuelve una imagen que te asusta. Unas ojeras grises te cuelgan casi hasta el cuello. Te miras y descubres que aquel mosquito, hijo de mala madre, no solo te picó en el tobillo. Cuentas como seis o siete picaduras más repartidas por todo el cuerpo. Aprovechando que estas solo en el baño, murmuras una serie de palabras que, normalmente, no te atreverías a decir en público. Miras la previsión del tiempo en el móvil y ves, con horror, que las máximas de hoy podrán llegar a los cuarenta y cinco grados. Te aseas y te vistes maldiciendo el verano. Luego vas a la cocina y preparas el desayuno. Mientras lo haces miras el calendario. La buena noticia, es que ya falta un día menos para que que llegue Octubre; y falta menos aún para las vacaciones de verano, para las que, por cierto, deberías haber planificado un viaje a algún sitio donde no haga calor y no haya mosquitos. Durante el desayuno piensas que, a pesar del cansancio, a pesar de las malas noches, del calor y de los odiosos mosquitos, será mejor tratar de disfrutar de todo lo bueno que el verano te ofrece. 
Anotas en la lista de la compra: repelente para mosquitos. 
Sales a la calle y, de pronto, te sientes afortunado. El sol hace ya rato que salió calentándolo todo, pero tu coche es el único de la calle que aún está a la sombra. Y piensas: “Igual hoy no es un mal día del todo”.
No está mal para un Jueves. 

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