MI HISTORIA CON EL DEPORTE
Mejor decirlo abiertamente, sin rodeos: el deporte nunca ha sido lo mío. Ya desde pequeño, los otros niños del barrio venían a buscarme para jugar a mil cosas, pero nunca me buscaban cuando el plan era jugar al fútbol. Las veces que lo intenté lo único que hacía era estorbar en todas partes y hacer que los demás se enfadasen conmigo por torpe. Recuerdo que cuando llegaba el momento en el que los capitanes de los equipos iban eligiendo jugadores, a mi siempre me dejaban para el último. Me elegían porque no tenían más remedio, y porque sus madres les habían dicho que no estaba bien discriminar a nadie y que teníamos que jugar todos juntos. Esa obsesión tan de madre de querer que todos nos llevemos bien. La cosa es que, en realidad, yo estaba deseando que me discriminasen. Lo pasaba fatal jugando al fútbol; me producía muchísima tensión. Cada vez que la pelota venía hacía mí, yo me encogía sobre mi mismo y me quedaba paralizado. La presión era horrible. Todos me gritaban: “¡Pero muévete!”. Haciendo un esfuerzo enorme, conseguía dar una patada al balón de vez en cuando, pero siempre lo mandaba en la dirección equivocada. Un día decidí que ya era suficiente, y para evitar a mis amigos el mal rato de tener que elegirme a la fuerza, opté por discriminarme a mi mismo y dejar claro que podían llamarme para cualquier cosa menos para jugar al fútbol.
El deporte nunca se me ha dado bien; además me ha dado siempre mucha pereza. Si querías caerme mal y que te detestase para toda la vida, lo único que tenías que hacer era convencerme para que me apuntara a un gimnasio. Mi amigo Luismi me convenció una vez para que fuera con él a un gimnasio. Por supuesto, en cuanto me lo propuso me empezó a caer mal, pero como es muy buena persona y muy gracioso, se me pasó enseguida y acepté la propuesta. Recuerdo muy bien la primera vez que entré en aquel sitio. Yo tendría no más de diecinueve años. Lo primero que me vino a la mente al ver todas aquellas máquinas de aspecto extraño y amenazador con gente sudando sobre ellas y con cara de estar sufriendo, fueron las imágenes que había visto en algunos libros de historia en las que mostraban las cámaras de tortura de la Inquisición. Un escalofrío me recorrió el cuerpo, y si no me largué corriendo de allí fue porque mi amigo Luismi, conociéndome y previendo mi reacción, taponó la salida del gimnasio bloqueándome el paso.
“No quiero estar aquí”, le dije. “Este sitio me da miedo”.
“Dale una oportunidad, hombre. Verás como cuando te pongas en forma, te mires en el espejo y te veas definido te alegras”, me decía él, siempre tan persuasivo.
Finalmente me convenció y decidí quedarme. Mi amigo Luismi, a diferencia de mí, estaba muy acostumbrado a hacer deporte. Él jugaba al fútbol, baloncesto, tenis… pero no tenía demasiada experiencia en gimnasios, así que ambos le dijimos al monitor que queríamos empezar desde cero. Nuestro monitor era muy simpático y atento. También era grande, muy grande, con un físico que recordaba al Schwarzenegger (sí, he tenido que mirar en google para ver como se escribe) de los años noventa y con unos brazos del tamaño de dos jabalíes. No recuerdo el nombre de este monitor pero, como se parecía mucho al actor español Carmelo Gómez, Luismi y yo le empezamos a llamar Carmelo. Lo hacíamos en privado, por supuesto, hasta que un día a Luismi se le fue la cabeza y le llamó Carmelo a la cara. El tipo nos miró, extrañado, y se hubiera quedado en una simple confusión sin importancia de no ser porque los dos estábamos haciendo enormes esfuerzos por contener la risa. Aunque Carmelo sospechó que allí había cachondeo, era tan simpático que lo dejo pasar. ¡Menos mal! Porque con aquellos brazos nos hubiera destrozado a los dos de un manotazo. Carmelo nos diseñó una tabla de ejercicios para principiantes y nos pusimos a ello. Yo me sentía intimidado. Allí había un montón de tipos enormes, igual que Carmelo, sentados o tumbados en aquellas máquinas, levantando unos pesos imposibles mientras ponían unas caras de dolor terribles. Recuerdo que pensé: “Si a ellos les cuesta, ¿qué va a ser de mí?”. Tuve, de nuevo, la tentación de largarme pero, al cruzar mi mirada con la de Luismi, como si hubiera sido capaz de leerme el pensamiento, empezó a negar con la cabeza. Fue suficiente para que me quedara quieto.
Comenzamos con el primer ejercicio; era un ejercicio para fortalecer el pecho. Tenía que tumbarme boca arriba en un banco y, con dos mancuernas, abrir y cerrar los brazos. Como la rutina estaba diseñada para alguien como yo, que no había hecho ejercicio en su vida, las mancuernas que me dio para realizar el ejercicio eran las más pequeñas que había. Pesaban un kilo cada una y se parecían más a un salero que a unas mancuernas. Recuerdo que, a mi lado, tumbado en otro banco, había un tipo que estaba realizando el mismo ejercicio, pero con dos mancuernas de verdad, enormes, que debían pesar cuarenta kilos cada una. A su lado, yo parecía un duendecillo asustado. Aquel tipo abría y cerraba los brazos sosteniendo aquellas dos bestialidades, poniéndose rojo con cada movimiento, con las venas de la cabeza hinchadas, resoplando y gimiendo como si le estuvieran clavado puñales en el costado cada vez que levantaba los brazos. Yo, con mis dos saleros, abriendo y cerrando los brazos sin ningún tipo de esfuerzo, me sentía ridículo. Luismi y yo nos íbamos alternando, mientras uno hacía el ejercicio, el otro descansaba y llevaba la cuenta de las repeticiones del otro para que no se perdiera. Claro que solo fuimos capaces de mantener esta disciplina durante cinco minutos. Pasado ese tiempo, el que descansaba, en lugar ir llevando la cuenta de las repeticiones, se dedicaba a tratar de provocar la risa en el que estaba haciendo el ejercicio para que no pudiera terminar la serie, ya fuese diciendo la primera estupidez que se le pasaba por la cabeza o, si no quedaba otra, haciendo cosquillas al otro. Con la tontería estuvimos a punto de lesionarnos un par de veces. Aquello fue un desastre, pero me reí tanto y lo pasamos tan bien que decidí seguir.
Según iba avanzando la semana, ir al gimnasio se fue convirtiendo en uno de los mejores momentos del día. Hacíamos ejercicio, sentíamos que nos estábamos poniendo fuertes y en forma y, lo mejor de todo, nos reíamos mucho. María, (quien por entonces era la novia de Luismi; hoy están felizmente casados y tienen dos hijos maravillosos que me llaman tito; además, soy padrino de uno de ellos), también venía al mismo gimnasio. Mientras nosotros nos “machacábamos” en aquellas máquinas de tortura, ella hacia una rutina larguísima de ejercicios de cardio en otra sala. Terminaba destrozada, y salía de allí sudando, con la cara blanca, como si le hubieran dado una paliza.
“¿Qué os hacen ahí dentro?”, le preguntaba yo.
“Nos matan, directamente, nos matan”, respondía ella. “Y, ¿vosotros? ¿Cómo es que no estáis cansados?”.
“Será porque somos muy fuertes”, decíamos nosotros.
La duda de María estaba bien fundamentada. Mientras ella salía de allí para el arrastre, Luismi y yo estábamos casi tan frescos como al llegar; como si no hubiéramos hecho nada, a pesar de habernos pegado una hora y media de máquina en máquina. “¿Será que lo estamos haciendo mal?”, pensábamos. Pero enseguida concluíamos que no. “Lo que ocurre es que, en realidad, estamos en mejor forma física de lo que creíamos y esta rutina para principiantes se nos queda corta”. Sí, así de tontos éramos. Pues bien, de las dos opciones, la correcta era la primera: lo estábamos haciendo muy mal. Pude comprobarlo yo mismo al día siguiente cuando, por circunstancias, Luismi no pudo venir al gimnasio, y me tocó hacer la rutina solo. Resulta que lo que hacíamos Luismi y yo cada día durante una hora y media, estando yo solo, logré terminarlo en poco más de veinte minutos. ¡Y sin cansarme! Por eso, cuando acabábamos, estábamos frescos como una lechuga. ¿Cómo íbamos a terminar cansados si, en realidad, lo único que hacíamos allí era el idiota y reírnos todo el rato mientras hablábamos de cualquier cosa?
Decidimos tomárnoslo más en serio, al menos para sentir que no estábamos tirando el dinero. Incrementamos la intensidad de los ejercicios y empezamos a añadir más peso. En lugar de seguir las indicaciones que el monitor nos dio el primer día, empezamos a hacer lo que nos dio la gana. Tampoco teníamos ninguna supervisión; a estas alturas, Carmelo ya había tirado la toalla con nosotros dos y no nos prestaba atención, así que íbamos por libres por el gimnasio. Y entonces sí que notamos las consecuencias de hacer ejercicio de verdad. En mi caso, fue despertarme al día siguiente con unas agujetas tan terribles que me tuvieron en la cama durante tres días. El dolor era horrible; no podía mover ni las pestañas sin que me doliera el resto del cuerpo. Incluso tuve fiebre. Fue en ese momento cuando decidí poner punto y final a mi historia con los gimnasios.
Años después, ya en los treinta, tuve otro acercamiento al deporte, esta vez impulsado por mi amiga Eva, (mi mejor amiga desde hace mucho tiempo, que también tiene dos hijos maravillosos, y que también me llaman tito; así de afortunado soy). Eva me había convencido para que empezáramos a salir a correr y, así, ponernos en forma; que solos nunca lo íbamos a hacer pero que, si nos comprometíamos a hacerlo juntos, siempre uno iba a tirar del otro. Acabába de cumplir los treinta y llevaba una vida bastante sedentaria. Al principio estaba muy reticente a volver a acercarme al deporte, pero la idea de empezar a cuidarme un poco me motivaba. Lo veía como invertir en salud. Además, a esto había que sumar la habilidad que mi amiga Eva ha tenido siempre para acabar metiéndome en cualquier lío sin que yo me de cuenta hasta que ya es demasiado tarde para echarse atrás. No sé como lo hace, pero siempre lo consigue; (si lees esto sabes que lo digo desde el cariño que te tengo, amiga). Decidí, por tanto, aceptar la propuesta. Salíamos a correr todas las tardes. ¿Cómo de intenso era nuestro entrenamiento? Pues, para que os hagáis una idea, todo el rato que pasábamos corriendo íbamos, al mismo tiempo, charlando entre nosotros. Quien haya salido a correr alguna vez sabe bien que si puedes correr y hablar a la vez, una de dos: o estás en una forma increíble, o el ritmo que llevas “corriendo” es el mismo que el de un erizo cruzando una carretera. Pues bien, en nuestro caso, era lo segundo. Nunca ninguno de los dos quiso admitirlo, pero había gente que, caminando a un ritmo moderado, nos adelantaba sin mucho esfuerzo. Pese a todo, hacíamos ejercicio, aunque fuese de aquella manera; además, nos divertíamos mucho; era una buena excusa para vernos cada tarde durante un rato y contarnos como nos había ido el día, y eso era estupendo. Como me ocurrió años antes, cuando iba al gimnasio con Luismi, salir a correr con Eva se convirtió en uno e los mejores momentos del día. Ojo, que nada de esto fue el balde. Terminé poniéndome lo suficientemente en forma como para sentir ganas de apuntarme, una vez más con mi amigo Luismi, a la carrera nocturna que, cada año, se celebra en Sevilla, completándola sin detenerme ni una sola vez. ¡Doce kilómetros! Casi muero en el intento, es cierto, pero lo conseguí.
Quizá fuese la certeza de que había llegado a la cumbre de mis logros físicos, o quizá fueron las circunstancias de la vida, el caso es que, después de eso, dejé otra vez de hacer deporte. Y durante los siguientes años volví a mi horrible costumbre de no cuidarme, llegando, posiblemente, a mi peor momento. Hace un par de años, impulsado esta vez, como dice mi mujer, por la crisis de los cuarenta y, también, por eso que dicen de que nunca es tarde, he recuperado de nuevo el hábito de hacer ejercicio. Y no puedo estar más contento con el resultado. De hecho creo que estoy en mi mejor forma física. No hago ningún deporte en concreto, ni tampoco voy al gimnasio. Hago una rutina de ejercicios en casa y, después, salgo a caminar. Me encanta caminar. Caminar, para mí, es como hacer terapia. De hecho, caminando es como mejor pienso. Cuando necesito reflexionar sobre algo, salgo a caminar. Mi intención es mantener esta rutina en el tiempo. ¿Lo conseguiré? Solo el tiempo podrá responder a eso. Echo de menos hacer ejercicio con amigos. A veces, Eva y yo seguimos quedando para caminar alguna tarde, y eso me encanta, pero ojalá pudiéramos hacerlo con la misma frecuencia que antes. Que nadie se confunda, por suerte mis amigos y yo nos frecuentamos mucho, pero, por diferentes circunstancias, no podemos vernos tanto como me gustaría. La vida adulta es lo que tiene. Era divertido hacer ejercicio con mis amigos, y tengo el convencimiento de que volveremos, algún día, a tener el tiempo suficiente para volver a hacerlo, aunque sea para charlar mientras corremos o para perder el tiempo riéndonos mientras levantamos pesas de un kilo. Mientras tanto, seguimos poniéndonos en forma.
Hoy toca hacer cardio.
No está mal para un Jueves.
El deporte nunca se me ha dado bien; además me ha dado siempre mucha pereza. Si querías caerme mal y que te detestase para toda la vida, lo único que tenías que hacer era convencerme para que me apuntara a un gimnasio. Mi amigo Luismi me convenció una vez para que fuera con él a un gimnasio. Por supuesto, en cuanto me lo propuso me empezó a caer mal, pero como es muy buena persona y muy gracioso, se me pasó enseguida y acepté la propuesta. Recuerdo muy bien la primera vez que entré en aquel sitio. Yo tendría no más de diecinueve años. Lo primero que me vino a la mente al ver todas aquellas máquinas de aspecto extraño y amenazador con gente sudando sobre ellas y con cara de estar sufriendo, fueron las imágenes que había visto en algunos libros de historia en las que mostraban las cámaras de tortura de la Inquisición. Un escalofrío me recorrió el cuerpo, y si no me largué corriendo de allí fue porque mi amigo Luismi, conociéndome y previendo mi reacción, taponó la salida del gimnasio bloqueándome el paso.
“No quiero estar aquí”, le dije. “Este sitio me da miedo”.
“Dale una oportunidad, hombre. Verás como cuando te pongas en forma, te mires en el espejo y te veas definido te alegras”, me decía él, siempre tan persuasivo.
Finalmente me convenció y decidí quedarme. Mi amigo Luismi, a diferencia de mí, estaba muy acostumbrado a hacer deporte. Él jugaba al fútbol, baloncesto, tenis… pero no tenía demasiada experiencia en gimnasios, así que ambos le dijimos al monitor que queríamos empezar desde cero. Nuestro monitor era muy simpático y atento. También era grande, muy grande, con un físico que recordaba al Schwarzenegger (sí, he tenido que mirar en google para ver como se escribe) de los años noventa y con unos brazos del tamaño de dos jabalíes. No recuerdo el nombre de este monitor pero, como se parecía mucho al actor español Carmelo Gómez, Luismi y yo le empezamos a llamar Carmelo. Lo hacíamos en privado, por supuesto, hasta que un día a Luismi se le fue la cabeza y le llamó Carmelo a la cara. El tipo nos miró, extrañado, y se hubiera quedado en una simple confusión sin importancia de no ser porque los dos estábamos haciendo enormes esfuerzos por contener la risa. Aunque Carmelo sospechó que allí había cachondeo, era tan simpático que lo dejo pasar. ¡Menos mal! Porque con aquellos brazos nos hubiera destrozado a los dos de un manotazo. Carmelo nos diseñó una tabla de ejercicios para principiantes y nos pusimos a ello. Yo me sentía intimidado. Allí había un montón de tipos enormes, igual que Carmelo, sentados o tumbados en aquellas máquinas, levantando unos pesos imposibles mientras ponían unas caras de dolor terribles. Recuerdo que pensé: “Si a ellos les cuesta, ¿qué va a ser de mí?”. Tuve, de nuevo, la tentación de largarme pero, al cruzar mi mirada con la de Luismi, como si hubiera sido capaz de leerme el pensamiento, empezó a negar con la cabeza. Fue suficiente para que me quedara quieto.
Comenzamos con el primer ejercicio; era un ejercicio para fortalecer el pecho. Tenía que tumbarme boca arriba en un banco y, con dos mancuernas, abrir y cerrar los brazos. Como la rutina estaba diseñada para alguien como yo, que no había hecho ejercicio en su vida, las mancuernas que me dio para realizar el ejercicio eran las más pequeñas que había. Pesaban un kilo cada una y se parecían más a un salero que a unas mancuernas. Recuerdo que, a mi lado, tumbado en otro banco, había un tipo que estaba realizando el mismo ejercicio, pero con dos mancuernas de verdad, enormes, que debían pesar cuarenta kilos cada una. A su lado, yo parecía un duendecillo asustado. Aquel tipo abría y cerraba los brazos sosteniendo aquellas dos bestialidades, poniéndose rojo con cada movimiento, con las venas de la cabeza hinchadas, resoplando y gimiendo como si le estuvieran clavado puñales en el costado cada vez que levantaba los brazos. Yo, con mis dos saleros, abriendo y cerrando los brazos sin ningún tipo de esfuerzo, me sentía ridículo. Luismi y yo nos íbamos alternando, mientras uno hacía el ejercicio, el otro descansaba y llevaba la cuenta de las repeticiones del otro para que no se perdiera. Claro que solo fuimos capaces de mantener esta disciplina durante cinco minutos. Pasado ese tiempo, el que descansaba, en lugar ir llevando la cuenta de las repeticiones, se dedicaba a tratar de provocar la risa en el que estaba haciendo el ejercicio para que no pudiera terminar la serie, ya fuese diciendo la primera estupidez que se le pasaba por la cabeza o, si no quedaba otra, haciendo cosquillas al otro. Con la tontería estuvimos a punto de lesionarnos un par de veces. Aquello fue un desastre, pero me reí tanto y lo pasamos tan bien que decidí seguir.
Según iba avanzando la semana, ir al gimnasio se fue convirtiendo en uno de los mejores momentos del día. Hacíamos ejercicio, sentíamos que nos estábamos poniendo fuertes y en forma y, lo mejor de todo, nos reíamos mucho. María, (quien por entonces era la novia de Luismi; hoy están felizmente casados y tienen dos hijos maravillosos que me llaman tito; además, soy padrino de uno de ellos), también venía al mismo gimnasio. Mientras nosotros nos “machacábamos” en aquellas máquinas de tortura, ella hacia una rutina larguísima de ejercicios de cardio en otra sala. Terminaba destrozada, y salía de allí sudando, con la cara blanca, como si le hubieran dado una paliza.
“¿Qué os hacen ahí dentro?”, le preguntaba yo.
“Nos matan, directamente, nos matan”, respondía ella. “Y, ¿vosotros? ¿Cómo es que no estáis cansados?”.
“Será porque somos muy fuertes”, decíamos nosotros.
La duda de María estaba bien fundamentada. Mientras ella salía de allí para el arrastre, Luismi y yo estábamos casi tan frescos como al llegar; como si no hubiéramos hecho nada, a pesar de habernos pegado una hora y media de máquina en máquina. “¿Será que lo estamos haciendo mal?”, pensábamos. Pero enseguida concluíamos que no. “Lo que ocurre es que, en realidad, estamos en mejor forma física de lo que creíamos y esta rutina para principiantes se nos queda corta”. Sí, así de tontos éramos. Pues bien, de las dos opciones, la correcta era la primera: lo estábamos haciendo muy mal. Pude comprobarlo yo mismo al día siguiente cuando, por circunstancias, Luismi no pudo venir al gimnasio, y me tocó hacer la rutina solo. Resulta que lo que hacíamos Luismi y yo cada día durante una hora y media, estando yo solo, logré terminarlo en poco más de veinte minutos. ¡Y sin cansarme! Por eso, cuando acabábamos, estábamos frescos como una lechuga. ¿Cómo íbamos a terminar cansados si, en realidad, lo único que hacíamos allí era el idiota y reírnos todo el rato mientras hablábamos de cualquier cosa?
Decidimos tomárnoslo más en serio, al menos para sentir que no estábamos tirando el dinero. Incrementamos la intensidad de los ejercicios y empezamos a añadir más peso. En lugar de seguir las indicaciones que el monitor nos dio el primer día, empezamos a hacer lo que nos dio la gana. Tampoco teníamos ninguna supervisión; a estas alturas, Carmelo ya había tirado la toalla con nosotros dos y no nos prestaba atención, así que íbamos por libres por el gimnasio. Y entonces sí que notamos las consecuencias de hacer ejercicio de verdad. En mi caso, fue despertarme al día siguiente con unas agujetas tan terribles que me tuvieron en la cama durante tres días. El dolor era horrible; no podía mover ni las pestañas sin que me doliera el resto del cuerpo. Incluso tuve fiebre. Fue en ese momento cuando decidí poner punto y final a mi historia con los gimnasios.
Años después, ya en los treinta, tuve otro acercamiento al deporte, esta vez impulsado por mi amiga Eva, (mi mejor amiga desde hace mucho tiempo, que también tiene dos hijos maravillosos, y que también me llaman tito; así de afortunado soy). Eva me había convencido para que empezáramos a salir a correr y, así, ponernos en forma; que solos nunca lo íbamos a hacer pero que, si nos comprometíamos a hacerlo juntos, siempre uno iba a tirar del otro. Acabába de cumplir los treinta y llevaba una vida bastante sedentaria. Al principio estaba muy reticente a volver a acercarme al deporte, pero la idea de empezar a cuidarme un poco me motivaba. Lo veía como invertir en salud. Además, a esto había que sumar la habilidad que mi amiga Eva ha tenido siempre para acabar metiéndome en cualquier lío sin que yo me de cuenta hasta que ya es demasiado tarde para echarse atrás. No sé como lo hace, pero siempre lo consigue; (si lees esto sabes que lo digo desde el cariño que te tengo, amiga). Decidí, por tanto, aceptar la propuesta. Salíamos a correr todas las tardes. ¿Cómo de intenso era nuestro entrenamiento? Pues, para que os hagáis una idea, todo el rato que pasábamos corriendo íbamos, al mismo tiempo, charlando entre nosotros. Quien haya salido a correr alguna vez sabe bien que si puedes correr y hablar a la vez, una de dos: o estás en una forma increíble, o el ritmo que llevas “corriendo” es el mismo que el de un erizo cruzando una carretera. Pues bien, en nuestro caso, era lo segundo. Nunca ninguno de los dos quiso admitirlo, pero había gente que, caminando a un ritmo moderado, nos adelantaba sin mucho esfuerzo. Pese a todo, hacíamos ejercicio, aunque fuese de aquella manera; además, nos divertíamos mucho; era una buena excusa para vernos cada tarde durante un rato y contarnos como nos había ido el día, y eso era estupendo. Como me ocurrió años antes, cuando iba al gimnasio con Luismi, salir a correr con Eva se convirtió en uno e los mejores momentos del día. Ojo, que nada de esto fue el balde. Terminé poniéndome lo suficientemente en forma como para sentir ganas de apuntarme, una vez más con mi amigo Luismi, a la carrera nocturna que, cada año, se celebra en Sevilla, completándola sin detenerme ni una sola vez. ¡Doce kilómetros! Casi muero en el intento, es cierto, pero lo conseguí.
Quizá fuese la certeza de que había llegado a la cumbre de mis logros físicos, o quizá fueron las circunstancias de la vida, el caso es que, después de eso, dejé otra vez de hacer deporte. Y durante los siguientes años volví a mi horrible costumbre de no cuidarme, llegando, posiblemente, a mi peor momento. Hace un par de años, impulsado esta vez, como dice mi mujer, por la crisis de los cuarenta y, también, por eso que dicen de que nunca es tarde, he recuperado de nuevo el hábito de hacer ejercicio. Y no puedo estar más contento con el resultado. De hecho creo que estoy en mi mejor forma física. No hago ningún deporte en concreto, ni tampoco voy al gimnasio. Hago una rutina de ejercicios en casa y, después, salgo a caminar. Me encanta caminar. Caminar, para mí, es como hacer terapia. De hecho, caminando es como mejor pienso. Cuando necesito reflexionar sobre algo, salgo a caminar. Mi intención es mantener esta rutina en el tiempo. ¿Lo conseguiré? Solo el tiempo podrá responder a eso. Echo de menos hacer ejercicio con amigos. A veces, Eva y yo seguimos quedando para caminar alguna tarde, y eso me encanta, pero ojalá pudiéramos hacerlo con la misma frecuencia que antes. Que nadie se confunda, por suerte mis amigos y yo nos frecuentamos mucho, pero, por diferentes circunstancias, no podemos vernos tanto como me gustaría. La vida adulta es lo que tiene. Era divertido hacer ejercicio con mis amigos, y tengo el convencimiento de que volveremos, algún día, a tener el tiempo suficiente para volver a hacerlo, aunque sea para charlar mientras corremos o para perder el tiempo riéndonos mientras levantamos pesas de un kilo. Mientras tanto, seguimos poniéndonos en forma.
Hoy toca hacer cardio.
No está mal para un Jueves.
Que sepas que yo sigo saliendo muerta del gimnasio jajajajajaja!!! Me ha encantado tu historia amigo y es verdad que ahora estás mejor que nunca así que sigue así!! 💪🏼💪🏼💪🏼💪🏼
ResponderEliminarLo tuyo desde luego no es el deporte, aunque últimamente no puedo estar mas contenta de tus logros y cuidaos físicos. Sigue como vas
ResponderEliminarLo tuyo con Luismi no tiene arreglo, cuando estais juntos llega a ser hasta peligroso
ResponderEliminar¡Qué tiempos amigo! No hay nada como una charla caminando o corriendo al ritmo de un erizo. Lo importante es moverse y no dejar de hacerlo.Me encantó tu historia. Deseando de leer la siguiente
ResponderEliminar