LA MANTA ELÉCTRICA Y EL MÁS Y MEJOR
En casa tenemos una manta eléctrica. No me gusta. No me gusta nada. Nunca me han gustado las mantas eléctricas. La sola idea de una manta eléctrica ya me inquieta. Desde que la inventaron nos la han vendido como el culmen de la civilización y prosperidad humana, de la comodidad y el bienestar; la prueba irrefutable de que nuestra evolución como especie ha sido un éxito. Nunca lo he visto así. Para mí, una manta eléctrica no es más que una manta normal pero que, por usarla, tienes que pagar más en la factura de la luz y, además, asumir el riesgo de morir electrocutado mientras duermes.
Mis padres tienen una desde hace mucho tiempo. Están encantados con su manta eléctrica. Bueno, en realidad, todo el que se compra una está encantado con ella. ¡Claro! Te has gastado el dinero y ahora solo puedes decir que es una maravilla; de lo contrario quedarías como un idiota. A día de hoy mis padres aún conservan esa manta; y hablan de ella como si fuera lo mejor que les ha pasado en sus más de cuarenta años de matrimonio, lo cuál no sé muy bien como tomarme. ¡Adoran esa manta! Cada noche realizan el mismo ritual: un rato antes de ir a dormir la encienden para que, al acostarse, la cama esté calentita; después se meten en la cama y todo son alabanzas para la manta.
“¡Qué calentito se está!”
“¡Qué invento este de la manta eléctrica!”
“¡La mejor compra qué hemos hecho nunca!”
“¡Gracias, manta!”
“¡Te quiero mucho, mantita!”
En serio, es muy inquietante escucharles. Aquella manta, al parecer, es el no va más. A veces pienso que lo que mantiene unido el matrimonio de mis padres es esa dichosa manta. Recuerdo que una noche, por curiosidad, cuando yo aún vivía en casa de mis padres, decidí meterme en su cama antes de que lo hicieran ellos, para comprobar en mi propia persona las maravillosas sensaciones que, al parecer, se experimentaban al acostarse en una cama ya precalentada. Pues bien, aquello no me gustó. Fue como acostarse dentro de una tostadora. ¡Me agobió muchísimo! Además, el hecho de verme cubierto con algo que estaba enchufado a la pared me provocaba una angustia terrible; solo podía pensar que, en cualquier momento, podría haber un cortocircuito y que podría morir churruscado bajo aquella manta. En cambio a mis padres eso parecía no preocuparles en absoluto. Siempre tuve el temor de que una mañana me despertaría oliendo a quemado, con humo saliendo de la habitación de matrimonio y que, al abrir la puerta, me los encontraría en la cama como dos pollos al carbón.
Reconozco que, a lo largo de la historia, cada vez que hemos añadido la electricidad a alguna cosa hemos mejorado esa cosa: la luz eléctrica, el termo eléctrico, la estufa eléctrica, el coche eléctrico, la silla eléctric… Bueno, quizá no todo. Pero, ¿la manta eléctrica? ¿De verdad era necesario?
Tal y como yo lo veo, la manta eléctrica pone de manifiesto esa necesidad tan humana del Más y Mejor. Teníamos un problema que solucionar: protegernos del frío. Inventamos la manta. ¡Ya está! ¡Problema solucionado! ¿Pasamos a otra cosa? ¡No! ¿Por qué? Porque necesitamos el Más y Mejor. Vale, entonces, ¿qué hacemos? Cogemos una manta y le ponemos un cable con un interruptor; ya se sabe que a todo el mundo le encantan las cosas con interruptores: tengo frío; me tapo con la manta; ya estoy calentito; pulso el interruptor. ¡Clic! Ahora estoy más calentito aún.
Más y Mejor.
Y todo eso, ¿para qué? El Más y Mejor nos ha dado grandes cosas, no voy a negarlo. Pero también nos genera una ansiedad terrible, y para calmar esa ansiedad que nosotros mismo nos provocamos, recurrimos a un constante Más y Mejor que no termina nunca: tengo frío, eso me genera ansiedad; me compro una manta; ya no tengo frío y, por tanto, tampoco tengo ansiedad; alguien inventa la manta eléctrica y otro alguien que conozco se la compra; yo tengo una manta y no tengo frío pero, como no tengo una manta eléctrica como la que se ha comprado esa persona que conozco, vuelvo a tener ansiedad; me compro una manta eléctrica; ya no tengo ansiedad; ahora pago más en la factura de la luz y tengo menos dinero; vuelvo a tener ansiedad…
Y así funcionamos.
Más y Mejor.
Ahora en casa tenemos una manta eléctrica. Se la trajeron los Reyes Magos a mi hija. Y, ¿adivinan qué? Mi hija dice que es el mejor regalo que ha recibido en su vida. Está encantada con su manta eléctrica. Yo diría que está enganchada a esa manta. A veces se tumba en el sofá, se tapa con ella, la enciende y la pone al máximo. Yo, desde el otro extremo del sofá, noto el calor que esa cosa desprende. Miro a mi hija y la veo con la cara colorada y sudando.
“¿No tienes calor?”, le pregunto.
“!Qué dices! Esto es lo mejor. ¡Estoy super a gustito!”, me responde ella abrazándose a la manta.
Ella sigue sudando y poniéndose cada vez más roja pero, al mismo tiempo, en su cara se dibuja una expresión de satisfacción que da envidia. A veces tengo la sensación de que, en cualquier momento, voy a girar la mirada y me la voy a encontrar derretida como una loncha de queso dentro de un sandwich caliente.
Una mañana estaba solo en casa. Era un día frío y, además, llovía a cántaros. Uno de esos días en los que uno agradece trabajar en casa. Miré la manta eléctrica de mi hija, allí, doblada sobre el sofá. Un pensamiento se coló en mi cabeza: “¿Y si, por mis manías, me estoy cerrando a una experiencia placentera importante?”. De modo que decidí darle otra oportunidad a la manta eléctrica. La enchufe y la puse a media potencia; no quería freírme poniéndola al máximo, como hace mi hija; es mejor empezar despacio. La dejé calentando sobre el sofá mientras me preparé un cacao caliente. Me quité los zapatos, me tumbé en el sofá y me tapé con ella. Fuera, el viento soplaba y llovía aún con más fuerza que antes. Mientras tomaba mi cacao caliente y observaba la lluvia por la ventana, la manta hizo su hechizo y me atrapó. Sucumbí a su encanto; caí en las redes del Más y Mejor. ¡Aquella sensación era maravillosa! Nada que ver con el desagradable recuerdo que tenía de la manta de mis padres.
“¿Donde has estado tú toda mi vida?”, dije mientras acariciaba la manta.
Y, de repente, en aquel momento de placer invernal, se fue la luz en casa. “¡Maldita sea!”. Era como si el karma quisiera castigarme por tantos años de odio irracional a las mantas eléctricas. Durante un rato seguí disfrutando del calorcito agradable que aún me proporcionaba la manta. Volví a acariciarla. ¡Era tan suave!
Yo, que tanto había despotricado sobre las mantas eléctricas, ahora estaba allí, enamorándome de aquella manta que, por otra parte, no era mía, sino de mi hija. ¿Qué fue lo qué hice? Pues lo que llevo haciendo con casi todo desde que cumplí los cuarenta: rendirme. Agarré el móvil, entré en Amazon y me compré una manta eléctrica para mí. Llega hoy, y hacía tiempo que no tenía tanta ilusión por que me llegara un pedido de Amazon.
“¡Dios!”, pienso mientras miro por la ventana para ver si el repartidor llega. “¡Me estoy convirtiendo en mis padres!”.
Ironías de la vida, supongo.
No está mal para un Jueves.
Mis padres tienen una desde hace mucho tiempo. Están encantados con su manta eléctrica. Bueno, en realidad, todo el que se compra una está encantado con ella. ¡Claro! Te has gastado el dinero y ahora solo puedes decir que es una maravilla; de lo contrario quedarías como un idiota. A día de hoy mis padres aún conservan esa manta; y hablan de ella como si fuera lo mejor que les ha pasado en sus más de cuarenta años de matrimonio, lo cuál no sé muy bien como tomarme. ¡Adoran esa manta! Cada noche realizan el mismo ritual: un rato antes de ir a dormir la encienden para que, al acostarse, la cama esté calentita; después se meten en la cama y todo son alabanzas para la manta.
“¡Qué calentito se está!”
“¡Qué invento este de la manta eléctrica!”
“¡La mejor compra qué hemos hecho nunca!”
“¡Gracias, manta!”
“¡Te quiero mucho, mantita!”
En serio, es muy inquietante escucharles. Aquella manta, al parecer, es el no va más. A veces pienso que lo que mantiene unido el matrimonio de mis padres es esa dichosa manta. Recuerdo que una noche, por curiosidad, cuando yo aún vivía en casa de mis padres, decidí meterme en su cama antes de que lo hicieran ellos, para comprobar en mi propia persona las maravillosas sensaciones que, al parecer, se experimentaban al acostarse en una cama ya precalentada. Pues bien, aquello no me gustó. Fue como acostarse dentro de una tostadora. ¡Me agobió muchísimo! Además, el hecho de verme cubierto con algo que estaba enchufado a la pared me provocaba una angustia terrible; solo podía pensar que, en cualquier momento, podría haber un cortocircuito y que podría morir churruscado bajo aquella manta. En cambio a mis padres eso parecía no preocuparles en absoluto. Siempre tuve el temor de que una mañana me despertaría oliendo a quemado, con humo saliendo de la habitación de matrimonio y que, al abrir la puerta, me los encontraría en la cama como dos pollos al carbón.
Reconozco que, a lo largo de la historia, cada vez que hemos añadido la electricidad a alguna cosa hemos mejorado esa cosa: la luz eléctrica, el termo eléctrico, la estufa eléctrica, el coche eléctrico, la silla eléctric… Bueno, quizá no todo. Pero, ¿la manta eléctrica? ¿De verdad era necesario?
Tal y como yo lo veo, la manta eléctrica pone de manifiesto esa necesidad tan humana del Más y Mejor. Teníamos un problema que solucionar: protegernos del frío. Inventamos la manta. ¡Ya está! ¡Problema solucionado! ¿Pasamos a otra cosa? ¡No! ¿Por qué? Porque necesitamos el Más y Mejor. Vale, entonces, ¿qué hacemos? Cogemos una manta y le ponemos un cable con un interruptor; ya se sabe que a todo el mundo le encantan las cosas con interruptores: tengo frío; me tapo con la manta; ya estoy calentito; pulso el interruptor. ¡Clic! Ahora estoy más calentito aún.
Más y Mejor.
Y todo eso, ¿para qué? El Más y Mejor nos ha dado grandes cosas, no voy a negarlo. Pero también nos genera una ansiedad terrible, y para calmar esa ansiedad que nosotros mismo nos provocamos, recurrimos a un constante Más y Mejor que no termina nunca: tengo frío, eso me genera ansiedad; me compro una manta; ya no tengo frío y, por tanto, tampoco tengo ansiedad; alguien inventa la manta eléctrica y otro alguien que conozco se la compra; yo tengo una manta y no tengo frío pero, como no tengo una manta eléctrica como la que se ha comprado esa persona que conozco, vuelvo a tener ansiedad; me compro una manta eléctrica; ya no tengo ansiedad; ahora pago más en la factura de la luz y tengo menos dinero; vuelvo a tener ansiedad…
Y así funcionamos.
Más y Mejor.
Ahora en casa tenemos una manta eléctrica. Se la trajeron los Reyes Magos a mi hija. Y, ¿adivinan qué? Mi hija dice que es el mejor regalo que ha recibido en su vida. Está encantada con su manta eléctrica. Yo diría que está enganchada a esa manta. A veces se tumba en el sofá, se tapa con ella, la enciende y la pone al máximo. Yo, desde el otro extremo del sofá, noto el calor que esa cosa desprende. Miro a mi hija y la veo con la cara colorada y sudando.
“¿No tienes calor?”, le pregunto.
“!Qué dices! Esto es lo mejor. ¡Estoy super a gustito!”, me responde ella abrazándose a la manta.
Ella sigue sudando y poniéndose cada vez más roja pero, al mismo tiempo, en su cara se dibuja una expresión de satisfacción que da envidia. A veces tengo la sensación de que, en cualquier momento, voy a girar la mirada y me la voy a encontrar derretida como una loncha de queso dentro de un sandwich caliente.
Una mañana estaba solo en casa. Era un día frío y, además, llovía a cántaros. Uno de esos días en los que uno agradece trabajar en casa. Miré la manta eléctrica de mi hija, allí, doblada sobre el sofá. Un pensamiento se coló en mi cabeza: “¿Y si, por mis manías, me estoy cerrando a una experiencia placentera importante?”. De modo que decidí darle otra oportunidad a la manta eléctrica. La enchufe y la puse a media potencia; no quería freírme poniéndola al máximo, como hace mi hija; es mejor empezar despacio. La dejé calentando sobre el sofá mientras me preparé un cacao caliente. Me quité los zapatos, me tumbé en el sofá y me tapé con ella. Fuera, el viento soplaba y llovía aún con más fuerza que antes. Mientras tomaba mi cacao caliente y observaba la lluvia por la ventana, la manta hizo su hechizo y me atrapó. Sucumbí a su encanto; caí en las redes del Más y Mejor. ¡Aquella sensación era maravillosa! Nada que ver con el desagradable recuerdo que tenía de la manta de mis padres.
“¿Donde has estado tú toda mi vida?”, dije mientras acariciaba la manta.
Y, de repente, en aquel momento de placer invernal, se fue la luz en casa. “¡Maldita sea!”. Era como si el karma quisiera castigarme por tantos años de odio irracional a las mantas eléctricas. Durante un rato seguí disfrutando del calorcito agradable que aún me proporcionaba la manta. Volví a acariciarla. ¡Era tan suave!
Yo, que tanto había despotricado sobre las mantas eléctricas, ahora estaba allí, enamorándome de aquella manta que, por otra parte, no era mía, sino de mi hija. ¿Qué fue lo qué hice? Pues lo que llevo haciendo con casi todo desde que cumplí los cuarenta: rendirme. Agarré el móvil, entré en Amazon y me compré una manta eléctrica para mí. Llega hoy, y hacía tiempo que no tenía tanta ilusión por que me llegara un pedido de Amazon.
“¡Dios!”, pienso mientras miro por la ventana para ver si el repartidor llega. “¡Me estoy convirtiendo en mis padres!”.
Ironías de la vida, supongo.
No está mal para un Jueves.
La envidia que es muy mala 😅😅😅
ResponderEliminarJajajaja, me ha encantado. Creo que pediré una por mi cumpleaños que sea bien suave. Total, mis hijos son calurosos y no me dejan poner la calefacción 😉
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